VALÈNCIA. Complejidad no es confusión. Esta mantra elemental y simple debería haber presidido la sala de guionistas de la segunda temporada de Westworld y así nos hubiéramos ahorrado tanto desconcierto y tanto fruncimiento de cejas. O tantas ganas de decir “pues mira, si no me lo quieres contar y solo pretendes marearme, yo me apeo aquí”, que es, más o menos, lo que ha pensado la mayoría de los espectadores en algún momento de la temporada. Hemos acabado de verla porque, al fin y al cabo, son pocos capítulos y algunas cosas buenas y atrayentes tiene, y porque la curiosidad por si la explicación iba a estar a la altura del planteamiento podía más que el desinterés.
Y es que la serie ha ido por donde nadie esperaba. Esto no es malo, claro que no, que sorprenda y no ande caminos trillados es, en teoría, estupendo, pero lo cierto es que no es el caso. La sensación que deja es más bien decepcionante. La de que se ha enredado el argumento innecesariamente y que, en algunos casos, han tirado por una vía que garantiza cierta espectacularidad, pero traicionando a la mayoría de sus personajes más interesantes, ahora convertidos en otra cosa. La traición principal es la que afecta a Dolores, convertida ahora en una máquina de matar. Una Dolores hiperviolenta, que todo lo soluciona matando, y que reduce al mínimo a la fascinante androide, ginoide más bien dicho, que en la primera temporada tenía muchas capas y un sugestivo proceso de descubrimiento.
La serie es fría y racional, y esa es una apuesta de partida que, por lo tanto, forma parte del juego y del contrato que establece con los espectadores. La grandiosidad del diseño de producción (¡aunque esa puerta!), unido a la profundidad de los conceptos y enigmas que plantea consigue mantener el interés y convertirla en una serie relevante. Qué es la identidad, el conflicto entre la libertad y el control, qué es la esencia de lo humano, la existencia o no del libre albedrío o el transhumanismo (la transformación de la condición humana mediante la tecnología) son algunos de los temas de hondísimo calado que la producción de HBO plantea. Y da para mucho. Westworld es una serie que obliga a pensar sobre todas estas cosas, provocando debate y una muy intensa y estimulante conversación posterior. Eso está, sin duda, en su haber.
En el debe hay que situar un problema central, la dificultad de sentir empatía por los personajes, y eso se refiere tanto a humanos como a androides. La propia naturaleza de la historia, protagonizada por robots intercambiables, dificulta la tarea. No tanto por el hecho de ser robots, ya que en la primera temporada se consiguió hasta el punto de que los androides resultaron mucho más interesantes que los humanos, sino por su condición reversible. Si sabes que los ‘anfitriones’, en la jerga de la serie, pueden ser reseteados en cualquier momento y volver, difícilmente te puede importar lo que les pase o lo que hagan. Esto, que en la temporada anterior no fue un problema y se jugó muy inteligentemente a favor de nuestra identificación con los androides y su “sufrimiento”, aquí ha sido un elemento tan explotado que, ayudado por la confusión temporal y el recurso constante a la violencia, acaba por distanciarnos irremediablemente.
Tal vez por eso, el capítulo más destacado de la temporada y uno de los que más ha gustado, es el que se dedica, casi exclusivamente, a uno de los personajes. Es, además, un episodio contado con morosidad, lentamente, en coherencia con el hecho de que es una narración oral, alguien contando su historia a un interlocutor. Este recurso a la primera persona, junto con el hecho de dedicarle un tiempo sin interrupciones y sin que otras tramas interfieran, resulta decisivo en el desarrollo de nuestra empatía. Eso nos permite entenderle, compartir su angustia, sus incertidumbres y su situación. El capítulo es un descanso en medio de la confusión y el caos narrativo.
Una identificación clara de los espectadores con la situación sí la tenemos cuando Bernard, otro de los protagonistas, dice cosas como “¿Esto es ahora?” o “No lo entiendo” (y lo dice varias veces). Ahí, en su confusión, nos sentimos totalmente representados. Efectivamente, no lo entendemos. Y el problema es que no es porque sea difícil en sí mismo, sino porque la narración se ha complicado de forma innecesaria. Y porque nos hace trampas.
Decía el gran Umberto Eco en Apostillas a El nombre de la rosa, ese tratado sobre el arte de narrar: “Para poder inventar libremente hay que ponerse límites. (…) En narrativa, los límites proceden del mundo subyacente. Y esto no tiene nada que ver con el realismo (aunque explique también el realismo). Puede construirse un mundo totalmente irreal, donde los asnos vuelen y las princesas resuciten con un beso: pero ese mundo puramente posible e irreal debe existir según unas estructuras previamente definidas (hay que saber si es un mundo en el que una princesa puede resucitar sólo con el beso de un príncipe o también con el de una hechicera, o si el beso de una princesa sólo vuelve a transformar en príncipes a los sapos o, por ejemplo, también a los armadillos)”. Se pueden crear todos los mundos fantásticos que se quiera, por extravagantes que sean, pero eso no implica que no tengan reglas. Digamos que en Westworld no hay manera de saber cómo resucita la princesa o en qué se va a convertir la rana, porque cada vez lo consigue de una manera distinta, ya que la estructura subyacente nunca está clara. La regla no puede cambiarse a capricho del narrador porque entonces se rompe el contrato con quien lee o mira, que tiene, en ese caso, todo el derecho a sentirse estafado y largarse.
Hay en Westworld varias rupturas de ese contrato. La más grave de todas es la que afecta a la ‘muerte’ de los ‘anfitriones’. A veces pueden morir y a veces no, sin que sepamos muy bien a qué obedece la arbitrariedad, más allá de las necesidades narrativas de que el personaje esté muerto o vivo. Tampoco sabemos la regla para que la muerte suceda: ¿por qué algunos con un único disparo, mueren y otros, por más que reciban varios, siguen tan frescos? Puede parecer baladí la pregunta, pero es central, porque de la inmortalidad y de la caducidad del cuerpo (y la mente) también habla la serie y es determinante para el destino tanto de humanos como de androides.
Y la violencia. Cuerpos muertos, mutilados, sangre, vísceras, moscas, descomposición. La pantalla se llena con el espectáculo de la muerte hasta el punto de saturarnos. Se dirá que tiene sentido puesto que, en el relato, la visión de lo humano que tienen los creadores del parque temático Westworld es absolutamente negativa, homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre), y considera que la violencia y la crueldad son las que verdaderamente nos definen. Pero desde el punto de vista narrativo la violencia acaba siendo un recurso facilón y reiterativo, una muleta para dotar de espectáculo a la serie y tapar el lío de las diversas líneas temporales y los confusos recorridos de los personajes.
En realidad, lo que se cuenta podría haberse desarrollado en cuatro o cinco capítulos como mucho, porque la trama de esta segunda temporada no da para más. El resto se completa con violencia: enfrentamientos de todos contra todos y Dolores pegando tiros y matando gente de acá para allá. Y con la música. Tanto la maravillosa partitura de Ramin Djawadi como los temas musicales y sus versiones acaban agotando nuestros oídos, dada su excesiva presencia, tan molesta en algunos momentos. Claro que ahí también cuenta la grandilocuencia que caracteriza a la serie, que es marca de la casa. Jonathan Nolan, uno de los creadores junto a Lisa Joy, es el hermano de Christopher Nolan y guionista de sus películas, como Memento (2001) o El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008). Así que mucho nos tememos que la grandilocuencia debe ser una tendencia familiar de los Nolan, con esa necesidad de contarlo todo como en mayúsculas, negritas y cursivas a la vez y con una absoluta carencia de sentido del humor. En fin, habrá que esperar hasta 2020, con la tercera temporada, para ver si la serie logra mantener lo bueno y deja de lado sus aspectos menos convincentes.