VALÈNCIA. En el 150 aniversario de la publicación de La vuelta al mundo en 80 días, la inolvidable novela de Julio Verne, llega una adaptación en formato de miniserie de ocho capítulos (Movistar+), protagonizada y producida por el gran David Tennant. Se trata de una coproducción europea rodada en Sudáfrica y Rumania, creada y escrita por Ashley Pharoah y Caleb Ranson y con banda sonora de Hans Zimmer, nada menos.
La vuelta al mundo en 80 días es una serie de aventuras, sin tapujos, un divertimento amable y seductor, como lo es la novela. Un viaje por paisajes y culturas diferentes, lleno de peripecias en busca del objetivo final que el título expresa. Pero 150 años después la adaptación plantea algunos desafíos. ¿Qué hacemos en la segunda década del siglo XXI con un rico caballero inglés que despide a su mayordomo porque el agua para el afeitado está dos o tres grados más baja de lo habitual, y que, como hombre de su tiempo, lugar y clase considera al resto del mundo como una extensión colonial de un imperio británico cuyo centro es el club de caballeros y solo caballeros donde pasa sus días sin hacer nada? Además de mantener el espíritu aventurero, cosa que la serie consigue plenamente, ¿qué hacemos con esa visión tan puramente masculina, blanca y colonial?
Pharoah y Ranson han introducido unos cuantos cambios muy relevantes, que afectan a la personalidad de los protagonistas. En la novela, Phileas Fogg es una especie de compendio de clichés sobre el carácter inglés: imperturbable, flemático y excéntrico, su máxima expresión de emoción es levantar una ceja. Durante el viaje descubrimos que es generoso, valiente y no le gusta ver sufrir al débil, pero, en realidad, no hay prácticamente evolución del personaje que, desde el punto de vista psicológico, acaba igual que empieza, aunque haya encontrado el amor por el camino. Y es, sorprendentemente, un personaje sin biografía ni historia.
Este Fogg, que tan acertadamente interpretó el siempre magnífico David Niven en la versión de 1956, es en la miniserie alguien muy distinto. Un hombre más bien apocado y atormentado, del que pronto comprendemos que emprender el viaje no es un impulso, sino una huida de una vida estéril y absurda, esa existencia centrada en el horario rígido, la temperatura del agua y la lectura del periódico en el club. Desde luego, está lejos de ser imperturbable y pierde varias veces la compostura de un modo que el Fogg de la novela probablemente despreciaría. Y tiene un pasado que iremos descubriendo. Aquí sí que hay una evolución del personaje, puesto que la aventura y todo lo que debe afrontar le proporcionan un aprendizaje profundo y le transforman.
Passpartout, el criado que le acompaña, interpretado por Ibrahim Koma, también ha sufrido unos cuantos cambios. La ingenuidad que en la novela y en el resto de adaptaciones le caracterizan aquí está muy matizada. Ha vivido mucho, ha sufrido mucho y está muy lejos de tener una visión simple del mundo y la vida. Tampoco es exactamente el alivio cómico al que estamos acostumbrados. Y, además, es negro. Ya estoy viendo a todos los detractores (básicamente hombres blancos y heterosexuales) de la posmodernidad y la llamada cultura woke rasgándose las vestiduras: “pero cómo osan tocar el original, tanta diversidad y tanta identidad va a acabar con la cultura, no hay nada sagrado, qué falta de respeto”. Pues tranquilidad, que todavía hay más.
El policía que persigue a Fogg, Fix, se ha convertido en una joven periodista que comparte el viaje con Fogg y Passpartout. Abigail, interpretada por Leonie Benesch, es inteligente y aguerrida y está harta de no ser tenida en cuenta por ser mujer. Antes de que pongan algunos el grito en el cielo, me gustaría recordar que en 1889 dos periodistas y escritoras estadounidenses, Elizabeth Bisland y Nellie Bly, compitieron emulando la gesta ficticia de Fogg en la realidad, la primera para el New York World y la segunda para Cosmopolitan. Tardaron, respectivamente, 76 y 72 días en dar la vuelta al mundo. Así que sí, había mujeres que hacían estas cosas y no hay que más ver la larga lista de aventureras que durante el siglo XIX se lanzaron a recorrer África o Asia con afán científico y exploratorio y sin encomendarse a ningún varón.
Cuando se llevan a cabo adaptaciones actuales, en cine o en series, es completamente lógico que nuestra mirada del presente transforme esas historias. Y siempre ha sido así. La versión más famosa de la historia de Frankenstein, la de James Whale de 1931, grabada a fuego en el imaginario colectivo, es una película bellísima y también una adaptación completamente alterada del original de Mary Shelley, una novela en la que el monstruo, el moderno Prometeo, habla, filosofa, piensa y no es un ser torpe y sin cerebro incapaz de acceder al lenguaje. Quienes vimos primero la película y leímos luego la extraordinaria novela nos llevamos una auténtica sorpresa.
La estupenda adaptación de Greta Gerwig de Mujercitas (2019), la novela de Louise May Alcott, tiene la mirada inevitable de una lectora y admiradora de hoy, como el resto de películas anteriores han tenido la del momento en que se hicieron. Una lectora, como hemos sido todas, a la que le cuesta tragar con el ideal romántico y el matrimonio como único fin de la vida de una mujer y que siempre encontró en Jo March un ejemplo a seguir.
En los últimos años, hemos visto versiones heterodoxas como Sherlock (2010-2017) y la miniserie Drácula (2020), ambas de Mark Gatiss y Steve Moffat o, solo de este último, Jekyll (2007). Sin salir del mundo sherlockiano, Elementary (2012-2019), el procedimental basado en las aventuras de Sherlock Holmes en el que Watson es una mujer. La muy estimulante La increíble historia de David Copperfield (2019), película de Armando Iannucci llena de desparpajo, anacronismos pop y mezcla de géneros. La apasionante Cumbres borrascosas (2011), de Andrea Arnold, con un Heathcliff negro y una puesta en escena profundamente anticlásica. La puesta al día de Lupin (François Uzan y George Kay, 2021) también con un protagonista negro. O incluso esa incomprensiblemente exitosa fan fiction de Jane Austen que es Los Bridgerton y su reparto multirracial completamente fantasioso, pero quizá muy necesario, dada la popularidad de la serie y los tiempos que corren.
Muchas de las novelas que amamos presentan visiones del mundo que, hoy en día, nos cuesta gestionar y que requieren, a veces, un auténtico esfuerzo de contextualización. No pasa nada, el mundo cambia y aparecen nuevas formas de mirar y de decir y lo que explicaba la realidad de hace varios siglos puede no servirnos ahora. El feminismo, las miradas decolonial, de raza o LGTBI, además de dar voz y visibilidad a lo que ha sido ocultado, amplían nuestra perspectiva y nos abren los ojos y la mente. Y de ninguna manera impiden, más bien todo lo contrario, que podamos seguir disfrutando del sentido de la aventura y la fascinación por viajar de La vuelta al mundo en 80 días en un mundo que ya puede recorrerse en 24 horas
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado