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Pintando con John, paseando con Rafa

12/09/2021 - 

VALÈNCIA. Quienes hayan visto las primeras películas de Jim Jarmusch conocerán a John Lurie. Yo supe quién era durante la adolescencia, ese momento crítico en el que más necesitado estás de hallar artistas que puedas hacer tuyos. Leyendo una revista, vi su foto, alto, trajeado, con un saxo en ristre, flanqueado por otros músicos atípicos que también me fascinaban. Leí que el grupo se llamaba Lounge Lizards y decían hacer fake jazz. Falso jazz. Proclamar que tu música es una imitación de algo me parece fenomenal, sobre todo si hablamos de algo tan sagrado y sesudo como el jazz. Por aquella época el jazz me daba lo mismo, así que escuchar algo de falso jazz me pareció de lo más coherente. El primer álbum de Lounge Lizards salió en España con bastante puntualidad respecto a su lanzamiento internacional. Recuerdo escuchar su versión de ‘Harlem nocturne’ en Madrid, durante la grabación del primer elepé de Glamour. Creo que nos dieron un ejemplar durante una visita a Polydor, o quizá la sisó el Nano, el batería del grupo, que tenía mucha maña para esquilmar a quienes más tenían. Todavía conservo fotos promocionales de Visage y Soft Cell que nos dieron en aquella visita.

Paseándome este verano por la parrilla de HBO descubrí Painting with John, su nueva serie documental, lo cual refuerza mi teoría de que el verano es esa época talismán en la que uno está más receptivo ante lo inesperado. La idea de la serie es muy simple. John Lurie le cuenta a la cámara anécdotas y disquisiciones de todo tipo mientras pinta sus acuarelas en su hogar, una casa emplazada en un punto del Caribe que en ningún momento queda identificado. El concepto es muy parecido a otra serie que grabó treinta años atrás, Fishing with John. En aquella ocasión, Lurie, que entonces sabía tanto de pescar como yo de jugar al béisbol, invitaba a sus amigos a que le acompañaran a echar la caña. Jarmusch, Willem Dafoe, Matt Dillon, Dennis Hopper y Tom Waits se apuntaron a la aventura. La acción, como ocurre en la serie actual, era la justa. Tom Waits, por ejemplo, se ponía malo al enterarse de que tendrían que levantarse a las cinco de la mañana para zarpar, luego terminaba mareándose y vomitando en el barco. En Painting with John la acción consiste en ver y escuchar a Lurie y al dron que se estrella al comienzo de cada capítulo. En los veinte minutos que ocupan cada uno de los seis capítulos apenas ocurre nada relevante salvo las narraciones del protagonista o la ocasional aparición de dos asistentas. La serie no puede ser más veraniega porque el verano consiste en eso, en reducir al máximo cualquier expresión externa, actuar como un lagarto o un saltamontes. Y como dice su autor, de paso le sirve para que veamos sus obras.

Lurie es un gran narrador de historias. De hecho, este verano se publicaba The history of bones (La historia de los huesos), un tramo de sus memorias que abarca hasta finales de los ochenta. Ahora los libros de memorias se hacen así, nadie cuenta la historia de un solo golpe. La van fraccionando para amortizarla más. El lector casi siempre sale ganando porque los músicos, cuando se ponen a recordar son bastante difusos. Cuando además se empeñan en redactar lo que recuerdan, convencidos de que también son estupendos escritores, entonces sobreviene el problema. Hay muy pocos músicos que sean buenos escritores o narradores. Por el avance que he leído, este no es el caso de Lurie. Elimina elementos superfluos que puedan distraer de lo que realmente importa, o los aprovecha para enriquecer la historia. Leí también que la idea original que Lurie propuso para una nueva serie no era la de seguirle mientras pinta. Quería hacer Robbing with John, (Robando con John), pero sus abogados, muy sensatamente, le aconsejaron que lo dejara estar. Como su sentido del humor es bastante retorcido, seguramente esto no sea más que una ocurrencia traviesa, pero la idea me parece totalmente irresistible. Invitar a un amigo famoso e irte a robar a unos grandes almacenes o a casa de otro artista.

Como todo esto lo veía y leía durante el verano, empecé a pensar en copiarle la idea a Lurie. Dentro de ese mundo ficticio en el que se convierte el día a día, me vi escribiendo también una miniserie de pocos capítulos y poca duración. A partir de cierta edad, es preferible que nada sature. En Paseando por El Saler con Rafa, yo invitaría a amigos artistas a realizar diferentes periplos por la zona donde vivo. A unos, por ejemplo, los llevaría a dar un paseo por los senderos que llevan al lago artificial y nos dedicaríamos a comentar la basura que otros paseantes arrojan por el camino: bolsas vacías de patatas fritas, latas de bebida, mascarillas de todos los colores. También sortearíamos a los ciclistas uniformados que, aprovechando que van disfrazados de superhéroes y marcando culotte, convierten el parque natural en su velódromo. Vituperaríamos a los que van a más velocidad de la debida, y por supuesto, a los que no guardan la distancia de seguridad con los paseantes. También sería una buena idea internarse con algún invitado o invitada por las zonas de cruising, como si fuera el Safari Park, pero eso tiene tan poco futuro televisivo como irse a robar con John.

Otro capítulo estaría dedicado a la muerte del silencio. Me refiero al único silencio real, que es de la naturaleza. Por lo que se ve, los auriculares son un complemento que ha caído en desgracia. Ahora la gente necesita que escuches sus interacciones telefónicas con otros seres humanos. Y por supuesto, necesitan que sepas la música que están escuchando. Así pues, ese capítulo consistiría en una especie de ruta del suplicio. Una amiga o amigo que caminen conmigo por El Saler a la espera de que alguien destruya la paz de l’Albufera con su altavoz conectado por Bluetooth o su móvil en manos libres. Salir de nuevo a avistar ciclistas que hagan sonar la radio o la música por un altavoz mientras pedalean. Y para cerrar el capítulo, nos vamos a la playa donde, tarde o temprano llegará alguien que se pondrá a nuestro lado para discutir por teléfono o hablar de negocios o poner a alguien a caer de un burro. Antes había una sola clase de contaminación acústica, diría yo al concluir el capítulo, ahora la vulgaridad también es una nueva forma de contaminación acústica. Entonces me quedaría mirando fijamente a cámara, poniendo cara de circunstancias, durante varios segundos. Luego, fundido a negro y un rótulo que diga: “El verano es ese territorio de ficción en el que la rutina se pervierte y lo real se confunde con la ficción porque, durante unos días, es posible hacer lo que el resto del año no podemos hacer”.

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