VALÈNCIA. No creo en el instinto maternal. Tampoco soy una de esas madres a las que le cuesta irse un fin de semana para desconectar sin preguntar, a veces se me olvida darle “su baño de las 20h”, le pongo dibujos, no tengo siempre caldo en la nevera y me aburren los temas de conversación en los que solo se hablan de niños. Pero oigan, al mío, le quiero heavy.
Y el modus operandi de mis amigas por suerte es muy similar. Les cuento un ejemplo. “Prometerme que llegaremos a casa tarde, mi marido y mis hijos hoy me caen mal”, nos suelta algo achispada una amiga con un gyn tonic en la mano y sin importarle cuál sería de aquella tarde-noche el desenlace. El resto identificamos enseguida su grito de ayuda y, sin toque de queda, nos sometimos encantadas a su voluntad. Porque está muy bien ser sinceras entre nosotras. Y es absolutamente liberador hacerlo en un entorno seguro.
Dicho esto, tengo que reconocer que hay un tema que me supera ¿Por qué si yo sigo siendo yo, siempre y cuando mi nueva logística maternal me lo permita, en alguna ocasión he sufrido discrimino-maternidad? ¿Acaso el hecho de sacar a un ser humano de tu cuerpo implica dejar de ser aceptado en ciertos grupos de whatsapp o reuniones sociales que impliquen juergas animales?
La primera vez fue sutil, en plan casual, durante el trascurso de una conversación casi recién parida: “¡Qué pena, ahora te veremos menos!”, me soltó una conocida sin ser consciente, digo yo, de sus palabras. “Sí hombre, vas a separarte de tu hijo tan pequeño para venir hasta aquí y luego llegar tarde”, me han dicho también. Zasca.
Pero ¿si no ha habido aún ocasión para dar la razón a esta afirmación por qué tal anticipación? No voy a negar que la maternidad tiene sus límites pero si mi decisión es seguir haciendo el esfuerzo para no perder la costumbre de nuestros almuerzos, ¿por qué tal sentencia social por parte de terceros?
Evidentemente hay momentos que me pierdo pero no tendría ningún sentido tener una forma de ser antes, y convertirme en otra muy diferente versión después. “Carla, te lo pido por favor, si tras dar a luz desaparezco del mapa, recuérdame quién soy y no pares de darme la chapa”, me rogó entre risas una amiga embarazada pero siendo las dos testigos en ese momento de la importante petición. “Lo mismo digo”, le respondí.
Se instaló en mi cabeza una reflexión ¿Lleva la maternidad una etiqueta innata a la falta de actitud y ganas? ¿O se trata de un prejuicio social? Porque yo he visto madres agotadas que rascan horas por un ratito de jarana y compañía mirando su antigua vida con cierta melancolía. Pero ahí están. Regando la plantita de la amistad. No prometen pero hacen lo que pueden.
A veces no están y les da rabia no aparecer en esa foto de amigas publicada en Instagram. A veces se van antes de que termine la velada. Probablemente porque les espera una intensa madrugada. Pero insisto, hacen lo que pueden.
Me doy cuenta que, además de tratarse de un tema de organización y predisposición, ninguna madre sea como sea su situación, se encuentra fuera de circulación.
Cada cual tiene sus ritmos, sus preferencias, sus estados de ánimo y sus movidas en la cabeza pero no debería imponerse el criterio de la descendencia para tomar una cerveza. Lo que me recuerda a las cenas de solteros por imposición. O a las de solo parejas. Maldita segregación. Son todo torpeza y falta de delicadeza.
Confieso que llego a esta conclusión tras la maternidad y ahora, con mayor conocimiento de causa, tengo otra visión. Pues yo misma antes de ser madre tenía en mi cabeza estereotipos que son para darme unos cuantos cachetes y seguramente me dejaron fuera de algún banquete. Toda la razón hermanas.