VALÈNCIA. Un concurso de jerséis feos de Navidad, llevar galletas navideñas al cole, hacer casitas de jengibre. No, no estoy hablando de una de esas pelis navideñas con las que nos avasallan Antena 3 o Netflix. Estas son cosas que, en estas fiestas, han hecho algunos colegios de aquí. En València. España. Europa. La realidad imita al cine y a la tele, una vez más. O el cine y la tele crean la realidad, que también. Papá Noel ya hace mucho que se adueñó de las navidades, celebramos Halloween como si viviéramos en Wisconsin y hacemos ceremonias de graduación como en cualquier universidad o instituto USA. Tímidamente ya asoma su patita, de pavo, la celebración del Día de Acción de Gracias que, al tiempo, acabará normalizándose por estos lares.
Y aún tendremos que agradecer que la colonización de las costumbres se quede en esto. Que no es cuestión de andar imitando esas tramas teriblemente conservadoras y sexistas en las que la protagonista es mirada con desprecio y lástima por no tener un novio que presentar a la familia en las fiestas navideñas. Espero que no acabemos todas comportándonos como esas pobres neuróticas que, siendo profesionales de éxito, guapas, con su carrera, su trabajo, su pisito, sus amigas del alma, su familia y su vida como ser humano funcional, sufren lo indecible porque no tienen pareja para Navidad y el New Year’s Eve. Buuuuuuh! Total fail! Fracasada, que eres una fracasada. Que las mujeres no pueden ir por el mundo sin un hombre que las valide, qué libertinaje es ese, habrase visto.
Porque, claro, según estas pelis, no se trata de encontrar a un hombre solo para las fiestas, es que ha de convertirse en pareja para siempre tras el breve idilio de la semana previa a la Nochebuena. Amor eterno, media naranja, sin ti no soy nada y todos esos clichés del amor romántico. Oye, que la cosa podría consistir en encontrar a alguien, él, ella o elle, con quien pasar el rato, flirtear, follar, divertirse y qué bonito fue, espero que te vaya bien en la vida, chao, ya nos veremos por ahí. Pero no. No, no, no. Que esto va de defender a la familia y la pareja tradicional por encima de cualquier otra cosa.
La Navidad es inevitable, te guste o no te guste, la vivas con alegría, a regañadientes o con odio intenso; no hay manera de librarse de ella. Nos cae encima sea cual sea nuestra situación. Así que, si no queda más remedio que ver películas ambientadas en Navidad, tenemos títulos en los que refugiarnos, de esos que no insultan nuestra inteligencia, todo lo contrario, y nos reconcilian un poco con el mundo. Grandes clásicos que son obras maestras como El apartamento (The apartment, Billy Wilder, 1960), El bazar de las sorpresas (The shop around the corner, Ernst Lubitsch, 1940) o Qué bello es vivir (It's a wonderful life, Frank Capra, 1946), que no por manida pierde su grandeza.
Si tenemos el espíritu navideño más destroyer y juguetón siempre podemos echar mano de la entretenidísima y mítica La jungla de cristal (Die Hard, John McTiernan, 1988), o de El día de la bestia (1995), de cuando a Álex de la Iglesia le salían bien las cosas. O podemos echar mano de la proverbial facilidad del mejor cine francés para hacer retratos despiadados de la institución familiar y la burguesía, verbigracia Un cuento de Navidad (Un conte de Noël, Arnauld Desplechin, 2008). Rarezas tampoco faltan, como Spencer (Pablo Larrain, 2001), crónica sobre las abúlicas vacaciones navideñas de Lady Di, o Tangerine (Sean Baker, 2015), el envés del sueño americano de las pelis de tarde. Y, siempre, en todo caso, y por tópico que sea, habrá cerca alguna adaptación de El cuento de Navidad, porque Charles Dickens es siempre imprescindible.
Pero la película que para esta cronista mejor refleja eso que llamamos espíritu navideño es la extraordinaria Plácido (1961), del gran Luis García Berlanga. Ya sé que es una sátira y no, no me estoy poniendo cínica; el cinismo no trae nada bueno y no necesitamos más de eso en estos tiempos. Es que todo su humor negrísimo e incómodo nos lanza un retrato exacto de la hipocresía y la desigualdad que estructuran nuestra sociedad. Y lo hace colocándose siempre en el punto de vista correcto, en la trinchera en la que hay que estar, que es la de los parias, la de la gente marginada y despreciada. En las antípodas de la colección de clichés dañinos y rituales estúpidos que llenan las pelis de tarde y el cine comercial, francamente, no se me ocurre un título que exprese mejor el sentido real y profundo que deberían tener estas fiestas y, ya puestos, el resto del año.