VALÈNCIA. Ángel de la Vara tuvo dos abuelos, como todos. Uno era bodeguero. El otro también. Así que su padre se hizo bodeguero. Y él también. Porque un cáncer fulminó a su progenitor cuando solo tenía 54 años y a él le tocó coger el timón con 31. Por suerte le gustaba el oficio. Lo había mamado desde niño. Cuando su padre, otro Ángel, se lo llevaba de viaje en vacaciones a visitar los clientes o para ver otras bodegas. Y ahí, de la mano de aquel hombre, aprendió los secretos del oficio, que son muchos más que hacer un buen vino.
La empresa que él gobierna es la del abuelo Memerto, que así se llamaba aquel hombre que un día se cansó de trabajar de viajante, de comercial, y se puso a elaborar vinos dulces. Memerto tenía sus raíces en La Palma del Condado, un pueblo de Huelva con tradición vinícola. En el 54 se mudaron a València y se establecieron en el Grao. "Todavía recuerdo los depósitos de madera de castaño pintados de rojo y los aros negros", asegura. En el 83 les expropiaron el terreno donde estaban asentados y se vieron obligados a trasladarse a otro lugar del barrio portuario, a la calle Méndez Núñez.
A finales de los 90 era imposible mantener una industria en una ciudad en crecimiento y se marcharon a Cheste, donde hoy aún despuntan como almenas los depósitos de Memerto de la Vara, de donde cada año salen tres millones de litros de mistela elaborada con uva moscatel de la comarca. "Es muy buena tierra para el moscatel por el clima, la altura, la cercanía del mar...".
Ángel también es descendiente de unas generaciones, la de sus padres, la de sus abuelos, en la que el hombre, y no la mujer, es el llamado a encargarse de los asuntos empresariales de la familia. Por eso, cuando falleció su padre, todos se giraron hacia él y no hacia sus tres hermanas. Pero el reto fue llevadero para aquel joven que de niño había viajado con su padre por las bodegas, que había visto embotellar el vino, que hacía los deberes en la bodega familiar... Que los domingos, cuando aún estaban en el Grao, se acercaban a ver el negocio y luego daban un paseo por el puerto. "Me gustaba mucho ir de viaje con él, acercarnos con el coche hasta la Vall d'Albaida porque eso, para un niño urbanita como yo, significaba salir de la ciudad y ver el campo, que siempre me has encantado. Porque me gusta mucho la naturaleza y me encantan los paisajes".
A los 18 años entró en la empresa y empezó a hacer de todo. "Me familiaricé pronto con el sector y aprendí sus secretos. Está todo en mi ADN", recuerda. Por eso fue menos complejo el relevo forzado tras perder a su padre porque, además, aún contaba con la ayuda de Memerto, el abuelo, que tenía 82 años. "Mi abuelo era una persona muy resolutiva y yo tenía muchas ganas de trabajar". No le tembló el pulso, fue el responsable del traslado a Cheste y ahora venden sus botellas de mistela por Inglaterra, Países Bajos, Alemania, Bélgica... y hasta en México.
Pero aquel niño que creció entre depósitos de vinos dulces también tenía tiempo para leer. Le encantaban los libros y sentir que viajaba a la jungla con las novelas de Emilio Salgari, que se divertía con los tebeos o leía y releía Papillon. Aquel niño introvertido sentía que se expandía con la literatura y que, además, tenía habilidad con el lenguaje. "Soy una persona muy sensible que lo mira todo con mucha emotividad y pasión. No me deja indiferente casi nada", se define.
La conversación avanza y Ángel, que tiene 59 años, empieza a abrirse. Habla de las cosas que le hacen latir el corazón, que, al contrario que muchos adultos, él no ha perdido ilusión, que todavía es capaz de irse de puente a Soria y emocionarse con los paisajes o con salir a correr 15 kilómetros por un hermoso camino rodeado de sabinas.
El Garmin de la muñeca había delatado al corredor. Al atleta que fue muy rápido en el pasado -llegó a correr un medio maratón en 1.22- y que en los últimos meses se ha relajado, una ruina para los pantalones.
El poeta va devorando poco a poco al fondista y al empresario. "Yo no quiero pudrirme ahí dentro", revela señalando la bodega con la cabeza. "Yo tengo ganas de hacer muchas cosas, de ver muchos sitios, de mantener la forma", explica mientras acaricia un ejemplar de Las estatuas rotas, su segundo poemario, editado por Edeta. El libro está fraccionado en tres partes y, como explicó en su presentación en el Ensanche de València, en el restaurante Senso, donde les gusta servir platos sabrosos pero también cultura, representa su línea existencial.
La vena poética viene de muy atrás, de aquel adolescente que leía a Lorca y a Cernuda, que disfrutaba con la asignatura de Literatura, que siempre tuvo "soltura" con la palabra escrita. Ese Ángel que dejaba atrás la niñez y empezaba a ver la vida "con otro color".
Pero no se lanzó a escribir hasta que la vida, con 39 años, le puso una zancadilla. Su mujer le dejó y se hundió. "No esperaba para nada acabar divorciándome y tuve la mala experiencia de tener que exiliarme de mi casa. Como el disco de los Rolling Stones, Exile on Main Street. Fue una experiencia traumática, que me dejó desolado".
Aquel hombre herido, que ya tenía a sus dos hijas, Alba y Luna, de 14 y 9 años, decidió irse, en el invierno de 2005, tres años después de aquella dolorosa ruptura, de viaje a Gran Canaria. "Aunque ya estaba con mi segunda mujer, seguía muy afectado y buscaba la soledad. Y en vez de alojarme en un hotel, busqué una casa rural en medio de un valle al norte de la isla. Una casa típica canaria donde decidí mimarme".
Ángel, en realidad, había ido a visitar a unos clientes, pero le sobraba tiempo y una mañana comenzó a escribir. Empezaron a brotar palabras, frases, versos... Poco a poco los fue hilando y acabó con varios poemas que eran un reflejo de su mal momento. "Los pulí, los retoqué y me di cuenta de que me recordaban a García Lorca, al Romancero Gitano o a Poeta en Nueva York. Salvando la insalvables distancias, me recordaban a él".
Aquel impulso creativo le animó a seguir con la prosa poética, a buscar la inspiración en la naturaleza, a mostrarle tímidamente el trabajo a sus hijas. "Aquello era como enseñar mi alma desnuda". Había nacido un poeta. Pero era un poeta sin bibliografía. "En España, pese a que hay grandes artistas, la gente no lee. Aquí están más pendientes del fútbol o del Sálvame. En otro países hay más cultura, pero aquí es así".
No encontraba salida a sus creaciones, pero un día, visitando la feria del libro en València, encontró un tutorial sobre cómo editar tus propios libros. A finales de 2016, salía Rosa de los vientos dividida en cuatro capítulos: 'Existimos', que gira en torno a la ansiedad existencial -"No somos nada en medio de este Cosmos sin sentido", afirma-; Musas, donde rescató a sus antiguos amores; Aves del sur, que evoca a Lorca y a sus raíces andaluzas, y Paisajes, donde aparece una ciudad imaginaria del Báltico en uno de esos días en los que no se pone el sol.
Los grandes poetas fueron alimentando su fervor por el género. Primero, los clásicos. Y luego, el jerezano Caballero Bonald o la murciana Josefina Soria. Aunque su debilidad es la cartagenera Carmen Conde. "Me alucina. Tiene una imaginación desbordante. Carmen es un genio. Es la perfección y la fantasía", la elogia. Y cómo esos poemas solo encontraban comprensión en su lectura, algo que no ocurría con su padre y su abuelo, a quienes dejaba indiferente mientras él no se cansaba de leer sus versos, hecho ya un adolescente, en la casa paterna de Duque de Calabria.
Y también se remonta al momento en que descubrió a Blai Bonet. Fue en un viaje a Palma de Mallorca por el vino. La mujer de un cliente trabajaba en Turismo y les obsequió con una guía de la isla. "Pero no era una guía al uso. Hacía más por enseñar el encanto del interior que las playas. Los rebaños de ovejas, los almendros, las masías, el puerto de Pollença con barcas de pescadores... Me gustó mucho. Y se ve que a Blai Bonet le dieron unas fotografías para que escribiera algo sobre ellas. Y él veía lo que nadie más veía. Y tiraba por la historia para hablar de Fenicia y Cartago. Eran unos textos increíbles. En ellos hablaba de los payeses, que yo los conozco por mi trabajo, y son gente muy discreta, muy callada, muy madrugadora, muy trabajadora, muy frugal... Increíble en una España de charanga y pandereta. Gente muy peculiar que pasa muy desapercibida. Yo veo a Rafa Nadal y veo a un mallorquín. Comprendo por qué es como es".
Mientras presenta su segundo poemario, ya ha acabado el tercero. No quiere decir su título, pero sí que se detiene en su "náusea existencial", como Jean Paul Sartre. Y ese hombre poético, filosófico, tiene que detener esa hemorragia creativa para atender el negocio. Y pasa entre las cubas de cinco metros de altura, donde se preparan casi tres millones de litros de mistela y siente que sí, que está muy bien, que es la herencia de su padre y del abuelo Memerto, pero que él tiene otras inquietudes, como sus hijas, que no piensan poner un pie en las bodegas para prolongar el negocio. Alba y Luna, antes hijas del poeta que del bodeguero.