VALÈNCIA. Tengo acumulación de recuerdos porque para eso, para lo innecesario, tengo buena memoria. En muchos de ellos los protagonistas son gente que nunca tenía que haber conocido aunque siguen siendo mis amigos. No los puedo seleccionar y tirar a la papelera (y vaciar de forma segura). A estas alturas tengo la certeza de que me van a mal acompañar toda mi vida. Por eso ahora intento ser más selectivo, para que otros como esos no me vuelvan a escurrir.
Van pasando los años. Hasta los cincuenta me dediqué a acumular experiencias, gente, trastos, conocimiento y un montón de estupideces que conforman mi personalidad. Corro enfilado hacia los sesenta y me encuentro justo en medio de la eternidad. Tengo esa suerte, pedante, pero real. Así que ya hace tiempo que decidí desprenderme de la inutilidad de lo físico y dedicarme en exclusiva a la carcajada espiritual. Y ahí entra lo de la amistad, que ya está bien eso de compartir energía. Maldición lo de la amistad, qué mal nos la enseñaron.
Todo eso es efímero y lo olvido pronto, pues soy consciente de que el momento álgido de cualquier relación con una persona son los tres minutos posteriores a conocerla
Ahora vivo en la tranquilidad de los domingos. Todos mis días son domingo de segunda quincena de mes. Así que cualquier cosa que despierte las mariposas de los viernes en cualquier parte de mi cuerpo no me interesa. Cualquier cosa que nunca antes haya hecho ya no me interesa. Dejo escapar un refresco, una mirada, una caricia, un beso y hasta un polvo. Todo eso es efímero y lo olvido pronto, pues soy consciente de que el momento álgido de cualquier relación con una persona son los tres minutos posteriores a conocerla, en la que ambos nos hemos presentado tolerantes, simpáticos, detallistas, molones... Pero a partir de ese momento todo va a peor, ya nada será igual.
Siempre pensé en la connivencia entre la vejez y lo huraño, del por qué de esa actitud antipática que aparece a partir de cierta edad. Ojalá me hubiera dado cuenta antes, pues ahora descubro que es un estado impulsado por la comodidad. La gente es molesta casi siempre. Así que, para no serlo, ahora dedico mi tiempo a observar: practico el sentido del humor sin remordimientos (hola); siempre que puedo me comporto de forma traviesa (sonrío); soy y pienso en generoso directo (insulto) y solo me arrejunto con gente que odia las mismas cosas que yo (adiós). Justo lo contrario de lo que dicen los manuales de supervivencia liberal. Me he convertido en un algo letal. Y si tuviera la posibilidad de cambiar algo ¡¡¡pues claro que lo cambiaría todo!!!
Mientras pienso en esto me he dado cuenta de que los heterosexuales vuelven a fumar negro, que es más molón. El rubio lo dejan para por la noche, que es más para lo del ligoteo. Porque ahora se es mejor si dices lo que piensas, aunque sea incómodo o egoísta. Ahora está bien ser el altavoz de unas ideas estúpidas que pensaba que ya no volverían. Pensamientos de fascistas folclóricos de grito, aceite de ricino y puñetazo en mesa, cuya amenaza en solitario es mínima si se le compara con el fascismo de rostro educado y correcto que funciona desde las alturas y sustituye la camisa azul por el polo rosa y el yugo y las flechas por un ‘esmarfón’. Personajes absurdos de boca sucia pero que gozan de prerrogativas para pasar desapercibidos.
Nos quieren formales, sumisos y domesticados, o sea, tradicionalistas, familiares y patrióticos. Esto es lo que se espera de nosotros, o sea, calaveras. O sea. Y los hay que lo aplauden y practican.
Yo de este tren conservador no quiero saber nada. Prefiero la soledad de mi eternidad, sin ninguna duda.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 57 de la revista Plaza