Hemos de ser conscientes que los seguros, cuando implican inversión, no siempre garantizan el retorno del capital aportado
VALENCIA. Una pregunta que me formulo de manera recurrente es si hemos aprendido algo de la todavía humeante crisis financiera. Múltiples han sido los escándalos, tanto nacionales como internacionales, que se han producido en el mercado. Nuestra historia reciente nos debería poner sobre aviso a la hora de adquirir productos que entrañan inversión y, por ende, implican un riesgo. Sin embargo, no parece que los hábitos de los consumidores hayan cambiado de manera sustancial.
Seguimos comprando productos financieros sin buscar un asesoramiento independiente y fiable tanto en el ámbito financiero como en el jurídico. La confianza en quién nos vende el producto, nuestra experiencia –o la de un familiar o amigo- o incluso nuestra intuición son los criterios que ponderamos fundamentalmente a la hora de adoptar una decisión sobre nuestros ahorros.
No pensemos tampoco que en este tema somos tan diferentes. Baste mirar a nuestro alrededor para comprobarlo. Como muestra, un botón. En el Reino Unido, país donde la cultura financiera es casi una divisa nacional, ha explotado no hace demasiado tiempo el escándalo de las PPI (Payment protection insurance). Este seguro permite cubrir al asegurado el reembolso de un crédito si el prestatario muere, queda incapacitado, pierde su trabajo o concurre cualquier otra de las circunstancias contempladas en la póliza que le pueden impedir la obtención de ingresos suficientes para pagar la deuda que se pretende preservar. Estos seguros eran ofrecidos por las propias entidades de crédito para asegurar sus propios préstamos, pero se hacía la venta ofreciendo una información escasa o poco precisa del modo en que se calculaba la prima, que en algunos casos superaba el 50 % del préstamo.
Por tanto, el cliente no solo estaba obligado a pagar el préstamo íntegramente, sino que debía suscribir un seguro para garantizarle el pago a la entidad de crédito, lo que implicaba un incremento del 50% de su obligación de pago. La situación ha sido tan dramática en algunos casos y tan generalizada al mismo tiempo que la mismísima FAC (Financial Conduct Authority) se ha visto obligada a intervenir. Según Standard & Poor’s, Barclays, HSBC, Lloyds y Royan Bank of Scotland prevén abonar 75 millones de libras por la venta de estos productos a sus clientes sin haberles proporcionado la debida información.
Los productos tóxicos han existido siempre, continúan comercializándose hoy en día y, es más, continuarán ofertándose en el futuro. A las preferentes les antecedieron los swaps y algún producto nuevo volverá a aparecer bajo una renovada apariencia que permita ensombrecer su naturaleza. Nada nuevo bajo el sol. La cuestión reside en cómo prevenirnos frente a ese nuevo producto tóxico que con total seguridad algún día nos acabará ofreciendo un simpático empleado.
Por productos tóxicos entenderemos aquellos productos de inversión que entrañan un riesgo financiero del que no es consciente el consumidor. Cuando pensamos en un activo tóxico probablemente nos venga a la cabeza en primer lugar las ya citadas preferentes. Ahora bien, éstas siguen existiendo en el mercado. Es más, las preferentes siguen siendo utilizadas de forma muy frecuente a día de hoy. Tranquilidad.
Sí, las preferentes continúan siendo un producto financiero muy valorado por aquellas entidades que invierten en el mercado financiero mediante el escrupuloso control de su departamento financiero. La toxicidad no reside en el producto en si mismo considerado, sino en el público objetivo al que va destinado y en la forma en que se han vendido. La cuestión reside en obtener suficiente información de la entidad financiera para hacernos un juicio cuanto menos aproximado del riesgo que realmente entraña.
La pregunta que tratamos de responder en estas líneas es si es posible que un seguro se convierta en tóxico. La respuesta es sencilla: sí. Efectivamente, los seguros de vida pueden ser concebidos legalmente como una inversión financiera en la que el riesgo recaiga en el propio asegurado. Por lo tanto, no es descabellado pensar que un seguro puede implicar un riesgo que redunde en una pérdida del capital invertido. Aquí no estamos en un terreno que difiera de otras fórmulas de inversión.
En el mercado español es cierto que los seguros de vida han sido diseñados generalmente como un producto ajeno al riesgo en el que la rentabilidad, en no pocas ocasiones más bien baja, estaba garantizada. Ahora bien, no hay ningún impedimento legal a que el seguro sea concebido de un modo diferente. Por eso, cuando se nos proponga una inversión que comience por “seguro de” debemos estar tan atentos como cuando de otro producto financiero se trate. Habrá que analizar igualmente la rentabilidad y la liquidez que ofrecen, pero sin olvidar el riesgo que entrañan.
En definitiva, los seguros que se han venido distribuyendo en mayor porcentaje en el mercado español mostraban una aversión al riesgo. Primaba el bajo riesgo sobre la posible rentabilidad. Pero cuidado, esto no tiene por qué ser necesariamente así. Y quién suscribe ya ha detectado que se están ofertando cada vez más seguros que entrañan un riesgo tan elevado como el que tienen otros productos financieros más conocidos por ello. No se trata de demonizar ningún contrato, ni de instalarnos en el pánico permanente. Es más, seguro que tras leer estas líneas se abre una vía de inversión hasta ahora omitida por quienes se decantan por productos con mayor rentabilidad -asumiendo su correspondiente riesgo-. Simplemente pretendemos advertir que el seguro no tiene por qué serlo, cuando implica una inversión.