VALÈNCIA. Han pasado treinta y un años desde que se estrenó Depredador y continúa instalada en la memoria cinéfila como una película de culto. Arnold Schwarzenegger, una espesa y asfixiante jungla y una extraña criatura que poco a poco iba cazando a cada uno de los miembros de un comando para tomarlos como trofeo. Era una película profundamente misteriosa, en la que el director jugaba con la atmósfera y la puesta en escena para crear tensión y angustia y tenía la particularidad de que el monstruo tardaba mucho más en salir en pantalla de lo que hasta ese momento había sido habitual.
Uno de los miembros de ese comando que acompañaba a Schwarzenegger era Shane Black, que interpretaba a Hawkins. Black poco después se convertiría en uno de los guionistas de acción más importantes de la década gracias a la saga Arma letal y a películas como El último Boy Socut (1991) y El último gran héroe (1993). Finalmente se reconvertiría en director con la autoparódica Kiss Kiss, Bang Bang (2005) y terminó firmando una estupenda película dentro del universo Marvel como es Iron Man 3 (2013).
Ahora, de alguna manera, Shane Black cierra un círculo al hacerse cargo de la nueva entrega de Depredador y se reencuentra con el monstruo para devolverlo al lugar que le corresponde dentro de la historia de la cultura popular.
Y es que las secuelas de la franquicia en muchas ocasiones no habían estado a la altura de las circunstancias y precisamente por esa razón lo que ha intentado hacer el director con esta película es recuperar la esencia de la aventura primigenia, el espíritu de camaradería, la incorrección política y una violencia sin tapujos en la que también hay lugar para el gore.
El nuevo Predator de Shane Black es un refrescante baño de diversión, de chistes y burradas varias, de sangre y vísceras. Todo atravesado por un sano aliento subversivo y una necesidad casi suicida de apostar por la serie B dentro del mainstream. El director piensa que, si todo el mundo estaba enamorado del primer Depredador, lo mejor era recuperar su energía y su fisicidad. Puede que productos como Alien vs. Predator sean más espectaculares a nivel visual, pero a Black no le gusta que los efectos especiales terminen devorando la narración porque de esa manera, nos aleja de aquello que nos emociona y nos hace sentir emociones puras.
Así que Predator es una vuelta a las raíces de la acción ochentera, a la verbena y al cachondeo. Es un ejercicio de nostalgia, pero hecho desde el conocimiento y la pasión por un tipo de cine que prácticamente ha desaparecido de las carteleras.
Para sentirse más acompañado en esta tarea ha firmado el guion junto a Fred Dekker. Ambos ya escribieron otra película de culto como Una pandilla alucinante (1987) y ahora vuelven a demostrar que su capacidad para escribir buenos diálogos e insertarlos en una demencial aventura en la que no hay ni un minuto para el descanso, continúa intacta.
Como buen defensor de las buddy movies, Shane Black ha integrado el espíritu de camaradería heterosexual en Predator a través de un grupo de militares que han sido desterrados del ejército por algún motivo que casi siempre tiene que ver con la locura que provoca una exposición prolongada a la violencia. Es uno de los puntos fuertes de la película, la relación entre estos outsiders de la sociedad, aparentemente belicosos por fuera y sensibles por dentro que irán haciendo piña hasta convertirse en una auténtica familia. Pero el director también introduce el elemento femenino a través de la figura de una científica fuerte y aguerrida que interpreta Olivia Munn y la sensibilidad infantil del niño Jacob Tremblay, que se convierte de forma inesperada en uno de los auténticos protagonistas de la función (como por otra parte siempre suele ocurrir desde lo que lo descubrimos en The Room).
Shane Black ha intentado rendir homenaje al pasado y quizás por esa razón en cuestiones de tecnología la película le ha quedado un poco pobre. Los efectos digitales no se encuentran a la altura de las circunstancias, pero eso le da en ocasiones un mayor encanto, más rudo, más desinhibido, más juguetón, macarra y lleno de frescura. Ya que, como él mismo dice, a veces lo viejo termina siendo más moderno que lo nuevo.
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