Era un 7 de enero. Había salido a pasear al parque, como cada mañana, y descubrí que las palomas también mueren. España se desperezaba de las tres semanas de fiestas navideñas que nos caracterizan, mientras en Europa la vida seguía su curso. El mismo curso hacia la vida, hacia el trabajo, que seguía el tren donde viajaba y donde desperté a la oscura realidad de un mundo que entraba en una nueva era, en un tiempo de tinieblas.
Un mensaje de un amigo en el teléfono móvil me alertó de que algo estaba ocurriendo en Francia. A las 11.05, el tren se adentraba en las entrañas de la ciudad y el mal se desvelaba con todas sus fuerzas. Un chiste. Una broma. Una sonrisa con nombre de dios, con nombre de Alá. Ése fue el pecado, el castigo que pagaron con su vida los 12 periodistas del semanario satírico francés Charlie Hebdo, en aquél frío día de enero de 2015.
A partir de ese momento, del momento en que se sacraliza la risa, el espíritu se rompe y se hace añicos como un espejo en el que ya no es posible reflejarse. Y con él, se rompe la bondad. Se rompe la honestidad. Se rompe la solidaridad. Con la muerte del bufón, se rompió la democracia aquél día en París. Cuando vinieron a por los periodistas, guardé silencio porque yo no era periodista…
Pero podríamos haber elegido otra ciudad, como una pequeña localidad de Sajonia, donde también se rompió la paz en el verano de 2018. Un chico de 20 años, inmigrante en Alemania, caminaba de noche hacia su casa cuando fue golpeado con una cadena de hierro por tres hombres sin motivo. Las antorchas iluminaron de nuevo la noche alemana durante el verano de 2018, haciendo temblar con su recuerdo la barbarie de 80 años atrás. La bestia anda suelta.
Es entonces cuando comenzamos a normalizar el terror. Es entonces cuando la violencia entra en nuestra cotidianidad, en nuestra taza de café por las mañanas. Es en ese momento, cuando ni siquiera nos alarmamos con un tweet escrito con furor, cuando lo dejamos pasar,. Aunque ya no pasará, porque se quedará en nuestra vida diaria, en nuestro día a día, en nuestro Telediario, como la repetida imagen del niño Aylan, como los repetidos cuerpos varados en las playas de nuestro idílico Mediterráneo, aunque no se llamen Aylan. Por eso, cuando vinieron a buscar a los inmigrantes, no protesté porque yo no era inmigrante…
Y así seguía la vida, el día a día, la noche de las antorchas y la de los Sanfermines. Y una manada de mujeres salieron a la calle porque otra manada de hombres las había atacado. Y se rebelaron. Porque las mujeres se dieron cuenta de que no eran libres, de que no podían salir a la calle solas. Como no pueden salir las mujeres sauditas a la calle solas.
Y otras mujeres despertaron. Y las calles se llenaron de color violeta. Y esto no gustó a muchos, hombres en general, que sintieron romperse su universo masculino, su masculinidad supremacista. Y entonces manadas y manadas de hombres se multiplicaron, con su nueva barbarie del siglo XXI, como el grito de la jungla del que se siente amo, del que se siente con derecho a usar a la mujer como un objeto. Y cuando vinieron a buscar a las mujeres, no pronuncié una palabra, porque yo no era mujer…
El extremismo violento está aquí y ha venido para quedarse. También entre nosotros. No somos la excepción a lo que pasa en Europa, a la ola de intolerancia que domina el mundo. Los fantasmas del siglo XX se pasean por nuestras redes y nuestras calles sin pudor. Se acabó el carnaval. Se han quitado la careta de demócratas y ya no sienten vergüenza para reconocer que no están cómodos con nuestra democracia, con el estado de derechos y libertades que se han conquistado a través de siglos de sangre en Europa.
También en este país han venido para quedarse y ya han comenzado a enseñar los dientes: mujeres, periodistas, inmigrantes. Primero ha sido el ataque a la ley de violencia de género, que intenta proteger a las mujeres de la violencia machista ejercida por algunos hombres. Inmediatamente después, las denuncias contra periodistas por denunciar, criticar, opinar, dudar…. Por hablar. Y, sin tiempo para reaccionar, el anuncio de expulsión de los niños inmigrantes sin misericordia, desde el otro lado de la orilla. Es como un karma que se repite por los siglos de los siglos. Por eso, cuando finalmente vinieron buscarme a mi, no había nadie más que pudiera protestar…