Las medidas extraordinarias que con la excusa de la covid-19 se introdujeron de tapadillo han venido para quedarse
Era de prever, y así lo avisamos muchos en el Observatorio Crítico de la Realidad Educativa (OCRE): las medidas extraordinarias que apuntaban en una buena dirección para la mejora del sistema educativo desaparecerían con el retorno a la normalidad prepandémica, pero aquellas que con la excusa de la covid-19 se introdujeron de tapadillo, sin más finalidad que la del cumplimiento de un proyecto educativo que muchos consideramos lesivo, han venido para quedarse.
Eso se constata tras la lectura de las órdenes para el inicio de curso 2022-23, que Conselleria ha publicado recientemente y con flagrante retraso sobre el calendario habitual.
Uno se siente como Nostradamus cuando afronta el lenguaje administrativo, no solo porque lo críptico del mismo recuerda a las cuartetas proféticas del boticario francés, sino porque le parece estar leyendo sus propios vaticinios.
Por si alguien no lo sabe, nos referimos a la bajada de ratio y a la educación por ámbitos. La primera era una medida largamente reivindicada por el profesorado —y por cualquiera con un poco de sentido común, siempre que no maneje presupuestos públicos o se diga experto educativo a sueldo de los bancos—; la segunda, una apuesta política de nuestra Conselleria, que hizo suyo el mantra de que el alumnado de la ESO tenía más asignaturas que años.
Lo cierto es que la imposición de tal metodología levantó ampollas entre los que nos dedicamos a la docencia: porque era un experimento social sin evidencias a su favor, porque los sujetos de tal experimento eran a menudo también nuestros hijos y porque la medida venía a parchear nuestras reivindicaciones sobre la necesidad de tener más recursos y menos alumnado por aula, para impartir de un modo personalizado nuestros específicos —y didácticamente bien fundados— conocimientos sobre nuestra propia materia.
Y digo bien, específicos, porque solicitar una reducción de ratios para impartir educación de calidad tiene por objetivo que los especialistas puedan dar clase sobre lo que saben, del modo en que mejor saben hacerlo y, en virtud del número de alumnos que atiendan, poniendo especial atención a las necesidades particulares de cada alumno.
La enseñanza por ámbitos —esto es, agrupar distintas materias en “una sola” sin más criterio que la reducción de asignaturas a ocho y un cierto “aire de familia” que las disciplinas integradas puedan o no tener— camina en el sentido contrario al de estas reivindicaciones.
Lo que las instrucciones de inicio de curso dicen es que se mantendrá la imposición, en contra de cualquier criterio científico —ya sea a favor o en contra, porque nada que resista el más mínimo análisis epistémico se ha publicado sobre este experimento en la Comunitat Valenciana— de la enseñanza por ámbitos. Lo que no dicen es que la efímera bajada de ratio de la pandemia ha desaparecido como las mascarillas del aula.
Esa misma experiencia nos ha llevado también a entender una ley de hierro de los sistemas educativos en nuestro país: toda consideración académica estará siempre supeditada a lo económico
Esto tiene un serio impacto en todas las agrupaciones de alumnado, pero es muy notable en aquellos cursos que forzosamente se organizan por ámbitos, ya que tendrán ratios elevadísimas con la excusa de que habrá más de un profesor por aula (algo que está lejos de ser real). Creo que no es necesario señalar que no todos los centros pueden permitirse la codocencia —más aún cuando este año se ha visto recortada la asignación de profesorado al Plan de Actuación para la mejora—, pero quizá sí lo sea constatar que casi todos los docentes, por experiencia, preferimos antes dos clases de quince alumnos a una de treinta.
Porque es esto, la experiencia, y no una capacidad mística para averiguar el futuro, lo que nos hizo sospechar que solo las insoslayables necesidades sanitarias justificaron la reducción temporal de la ratio. Esa misma experiencia nos ha llevado también a entender una ley de hierro de los sistemas educativos en nuestro país: toda consideración académica estará siempre supeditada a lo económico; se hará de la necesidad virtud o de la capa un sayo para justificar medidas antipedagógicas con la excusa de mejorar la educación; se cargará sobre los docentes la responsabilidad del futuro fracaso de tal empeño; se ocultará a las madres y padres las verdaderas razones del tejemaneje. Y es esta la realidad a la que muchos docentes -cada vez más- hemos decidido enfrentarnos.
Pasan los años y desfilan las distintas administraciones educativas, pero no cambian los métodos ni los objetivos. Quizá debamos, como docentes y no como profetas, expresar un deseo y no un vaticinio: ojalá llegue el día en que seamos tomados en cuenta antes de implementar medidas educativas de efectividad dudosa. Parece algo utópico, pero se hace camino al andar.
Santiago Herrero Gea es profesor de Geografía e Historia en Castellón y miembro de la asociación OCRE (Observatori Crític de la Realitat Educativa)