El sueño del alcalde Ribó es una Valencia sin iglesias, ni toros, ni circos con animales; una ciudad sin corbatas ni coches, atravesada de punta a punta por locales vegetarianos y ateneos libertarios, en la que se sólo se hable valenciano y se prohíba toda muestra de tradición en aras de una falsa modernidad
Al final de la avenida del Oeste de Valencia, a la altura del número 49, entre una farmacia y una tienda de compraventa de oro, hay una zapatería de las de toda la vida. Especializada en un producto de gama media-baja, ha sobrevivido a la competencia de los comercios de Juan de Austria y Colón. A mí me gustan estas zapaterías con luminosidad tibia y en las que el trato de los empleados es cordial y cercano.
Madrugo un sábado para ser el primer cliente de esta zapatería. Parece que me estaban esperando. La dependienta me saluda con una sonrisa de las que parecen sinceras. Me pregunta qué deseo y le contesto que necesito unas zapatillas de andar por casa. Muy dispuesta, con esa amabilidad que no suele hallarse en la planta de unos grandes almacenes, me mostró varios modelos. Me pruebo tres y al final me decido por unas zapatillas clásicas, de esas con dibujos a cuadros y cerradas por el talón. Me cobraron 15,99 euros —el céntimo lo perdono—. Antes de ser rebajadas, su precio era de 19,99 euros.
Después de pagar, la dependienta intenta introducir las zapatillas en una caja, pero no le dejo. Se sorprende cuando le digo que voy a descalzarme para llevármelas puestas. En la caja mete mis botines de ante (soy un dandi, como habréis podido deducir). La dependienta, aliviada por mi marcha, sale a la calle para despedirme y ver cómo me dirijo hacia el Mercado Central. En el trayecto no presencio ningún atropello de peatones. Desde que cambiaron la regulación del tráfico, esta avenida encierra más peligros que un rally Dakar.
Un peatón con el que me cruzo mira de soslayo las zapatillas. Hago como que no me doy cuenta pero en realidad me irrita esa curiosidad malsana. A mí mano izquierda queda la iglesia de los Santos Juanes y echo una lagrimita por ella. Hoy la gente de bien y orden lloramos por todas las parroquias de Ciutat Vella, en el punto de mira del gobierno de la ciudad.
CRUZO LA AVENIDA DE MARÍA CRISTINA A PASO LENTO, PARA NO HACER RUIDO QUE PUEDA MOLESTAR AL VECINO QUE DENUNCIA EL TAÑIDO DE LAS CAMPANAS
Ahora creo necesario desvelar la razón por la que calzo unas zapatillas de andar por casa en lugar de unos botines de ante. Lo hago, aunque parezca difícil de creer, porque todo zapato lleva tacón. Los tacones causan ruido, y lejos de mí está el infringir la ordenanza municipal de contaminación acústica. Cruzo la avenida de María Cristina a paso lento, como si estuviera pisando huevos de codorniz, para no molestar al vecino del Carmen que ha iniciado una cruzada contra el tañido de las campanas de las iglesias del barrio. El alcalde, sensible ante tal peregrina demanda, había ordenado que parasen de tocar las de la iglesia de San Nicolás, pero se ha arrepentido y les permite sonar en libertad vigilada. Por suerte para los templos católicos, no estamos en mayo de 1931 ni en agosto de 1936. Ahora las cosas se hacen de otra manera, más sibilina, sin tanto apasionamiento pero con el mismo desprecio hacia la religión.
Me espera un amigo en la plaza Lope de Vega para desayunar. El lugar es ya un bullir de turistas lechosos y que hablan el idioma de los bárbaros. Sus voces estridentes, acompañadas de alguna que otra carcajada, me enervan. De la plaza Redonda veo salir a un hombre con cara de malas pulgas —apuesto a que es el denunciante de las campanas—; comienza a fotografiar a los turistas, que ignoran el peligro que se les cierne, y toma notas en una libreta vieja. Como no dejo de mirar al vecino con descaro, el café se me enfría. De paso mi amigo no entiende por qué he acudido a la cita calzando unas zapatillas como las de Pío Baroja. “No quiero hacer más ruido del necesario”, le explico.
El cazador de ruidos, ese avinagrado portavoz del silencio forzoso, se marcha provisto de suficiente información para poner una nueva denuncia. Son las once de la mañana y creo oír el repiqueteo de unas campanas, pero debe de ser una de mis alucinaciones. Últimamente no me encuentro bien. A veces oigo voces, entre ellas la vocecilla del ministro Montoro reclamándome que pague, y otras el lamento de unas campanas a punto de ser degolladas.
El sueño del alcalde Ribó es una Valencia sin iglesias, ni toros, ni circos con animales, y mucho menos piropos para las mujeres guapas; una Valencia sin corbatas ni coches, atravesada de punta a punta por locales de comida vegetariana y ateneos libertarios, en la que sólo se hable el valenciano y se prohíba toda muestra de tradición en aras de una falsa modernidad que descanse sobre los cinco previsibles ismos: el nacional-progresismo, el laicismo, el feminismo, el ecologismo y el animalismo desaforado.
Mientras Valencia se va convirtiendo en esa pesadilla, que adquirirá la forma de una pequeña ciudad-estado en la que será imposible no ser arrollado por un ciclista, los nostálgicos de la nada, aquellos que no nos importa que nos llamen reaccionarios porque puede que lo seamos, disfrutamos de lo poco que nos van dejando, como una mañana en la plaza de la Virgen, donde tomamos el sol en un banco.
Sobre mi cabeza vuela una bandada de pájaros. Uno se posa a mi lado y resulta ser un gorrión de mirada adolescente y traviesa. Cuando voy a cogerlo se escabulle y comienza a piar. Enseguida me llevo el dedo índice a los labios para que calle. Él responde dando saltitos y enmudece obediente. El gorrión se lee todos los bandos del alcalde y no quiere problemas con la autoridad. Es un pájaro listo. Espera a que lleguen tiempos mejores.