VALÈNCIA. Puccini, una vez más, vuelve a llenar la sala principal del coliseo del Jardín del Turia, y en esta ocasión, con la excelsa, verista y a la vez modernista Madama Butterfly, su obra más mimada y querida. Es como un imán. Programas Puccini, y se llena el teatro. Y es que la música, muy elaborada, del compositor de Lucca penetra en lo más profundo de los corazones del espectador.
La obsesión de Giacomo Puccini era crear música capaz de conmover. Y con la incandescente Butterfly lo consigue de pleno, ya que en su tragedia japonesa aplica toda su sabiduría musical con basto despliegue de recursos para la exaltación de los sentimientos, con base en un argumento tremendo cincelado muy eficazmente por Illica y Giacosa. El amor, el respeto, la entrega, la fidelidad, la ingenuidad, la esperanza, el dolor inmenso, la desesperación, la aceptación, y el honor se ponen en la piel de una joven que se entrega para ser feliz, y que recibe a cambio la vileza del desprecio y la traición de un caprichoso hombre de fácil evangelio. ¿Alguien da más?
Con todo eso, -que no es poco-, y una magnífica orquesta, y una extraordinaria Cio-Cio-San, está asegurado que el público disfrute. Y eso es lo que pasó en el estreno del viernes en Les Arts, donde los ánimos del espectador fueron inflamados por lo anterior, y por una gran Suzuki, que todo hay que decirlo. Y gracias también a la extraordinaria aportación del coro, que si bien no tiene un trabajo extenso, sí le confiere Puccini una función recóndita de amalgama no explícita, que los de Francesc Perales realizaron a la perfección, por volumen, sonoridad, color, y brillo. ¡Vaya deliciosa boca cerrada! Cuánto trabajo hay ahí, y así, cuánta confianza generaron en la producción. Un lujo.
El público disfrutó a pesar de que no estuvo todo al mismo nivel, presentándose una Butterfly de cierto desequilibrio entre los solistas, de cierta frialdad por momentos en lo musical, y de rotunda oscuridad en lo escénico.
Llevó la batuta el ya experimentado Antonino Fogliani, que se encontró con un extraordinario conjunto, -uno de los triunfadores de la noche-, del que supo sacar brillo, color, e intensidad, y al que condujo falto de muchas de las sutilezas que Puccini apuntó, y que la mariposa requiere. Por eso, del foso, -donde más parecía estar atracada la cañonera Lincoln que sembrados los lirios y las rosas-, salió un sonido espectacular y brillante, pero frío y desangelado, hasta tornar en lineal incluso el amoroso y caluroso dúo del primer acto de la geisha y el marino.
Lo mejor del italiano, el tratamiento decidido y grandioso en las partes de singularidad orquestal, como en ese rotundo y espectacular interludio entre los dos últimos actos, de ejecución realmente excelsa. Es director riguroso, de poca dulzura y poesía, y que descuidó por momentos, como tantos otros, la importancia de las voces, y el respeto que desde el atril se les debe en el difícil, pero necesario ajuste decibélico, para evitar tapar las voces como ayer sucedió, amén de guiarlas, estimularlas, y acompañarlas.
La oscuridad y lo gélido reinó durante toda la obra en la escena, incluso en el alegre y esperanzador acto inicial. Y es que esta propuesta ya conocida del regista Emilio López, transmite desolación, tristeza y ruina, al intentar establecer un paralelismo del final de la pobre protagonista, con un ataque bélico en la II guerra mundial con lanzamiento incluido de la bomba atómica. El error es tan grande, obvio el ridículo, pues nada tienen que ver los sentimientos íntimos de la protagonista pucciniana con el horror global de un asunto bélico de alta trascendencia histórica.
La ocurrencia carece de interés alguno. Tampoco aportan nada, salvo distracción, las incursiones visuales en los sublimes momentos orquestales. No se lo pide Puccini, ni esa música limpia y bella del inicio del segundo acto rota con la proyección de imágenes de la explosión de la bomba. Hasta el propio cónsul parece asombrarse con la cosa al llegar entonces a la casa. Coincide horror y coincide Nagasaki; sí, pero eso no es suficiente para crear algo serio. Además, con Puccini casa mal la mediocridad.
Es la falta de imaginación e implicación operística del regista lo que explica el despropósito. Bien podría releer el libreto, y responderse dónde quedan la rama del cerezo, los lirios, las violetas, los jazmines florecidos, el fiorito asil, …el olor de verbena.
Bien comprometido es el rol la joven japonesa Cio-Cio-San, pues requiere de las cualidades que permiten hacer un canto cándido en el primer acto, y de los atributos necesarios para acompañar su evolución sicológica hasta el final, con un canto de sentimiento desgarrador. En ello estuvo la estupenda Marina Rebeka, quien en plena forma vocal, lejos de ser renegada acabó reconocida y feliz, tras demostrar ser una de las mejor dotadas sopranos del panorama internacional. Hizo una Cio-Cio-San inteligente, elegante, y completa, sin remilgos ni exageraciones.
Rebeka expuso su voz limpia, homogénea, compacta, sólida y plena desde el principio, con timbre brillante y bello en todos los registros, y un punto eléctrico en los agudos, que llena la sala gracias a su acertada proyección. Es soprano de musicalidad enorme, y línea de canto soberbia. Su técnica infalible le permite una emisión de una calidad extraordinaria. Puede hablarse de falta de dulzura y sutileza para mayor emoción, pero su expresividad contenida es la requerida por una Butterfly que siente y llora más dentro que fuera, sin alharacas. Su dicción es tan cuidada como sus lentos movimientos escénicos, y un desajuste en alguna entrada, no empaña en absoluto el magistral trabajo de la cantante.
Tan sólida y acertada como ella se mostró la doliente Suzuki de Cristina Faus, a la que deberemos escuchar en otros papeles donde pueda exponer mejor lo sólido de su canto, su voz plena, afinación perfecta, y bellísimo timbre de mezzo. Su canto es sensible, sabio y homogéneo, asentado en una técnica robusta. Sin duda fue la mejor sobre las tablas, desarrollando un instinto dramático soberbio. Momento mágico fue el dúo con la soprano “gettiamo a mani piene” del segundo acto, por la fusión perfecta de dos colores y dos cantos soberbios.
El abyecto Pinkerton fue Marcelo Puente, muy creíble en lo escénico, pero con un desarrollo canoro de poca altura. Su canto está falto de línea, y su voz requiere mayor homogeneidad. Los graves son de cierto cuerpo pero oscurecidos artificialmente y engolados por momentos; y sus agudos, atacados al vacío, son descolgados y estrangulados, resultando faltos de cuerpo, volumen, proyección y resonancia.
El barítono Ángel Ódena fue Sharpless, el cónsul americano, a quien ofreció su redonda voz de buen cuerpo, acertada proyección, y generoso volumen. Con un canto por refinar, sale mejor parado en el canto dialogado, que en el más melodioso, donde desarrolla cierto inadecuado vibrato. Su efectividad se completó con un trabajo escénico de altura.
Goro fue Mikeldi Atxalandabaso, bien sobre las tablas, y mejor en lo vocal, con buen volumen, homogeneidad, y proyección, cualidades que deberá adquirir Fernando Radó, quien hizo un Tío Bonzo sin la presencia ni vocal ni escénica requerida. Tomeu Bibiloni defendió un Príncipe Yamadori de manera muy acertada gracias a sus habilidades canoras, -por su voz bien colocada y su timbre de verdadero squillo-, y a su tan corta como acertada presencia en escena.
El viernes a Les Arts llegó Puccini, y con él, de nuevo, las emociones y los ánimos inflamados. Nunca el público renegará de Puccini y su música de fluidez continua, vibrante, expresiva, directa y bella, dotada de sensibilidad y delicadeza, al encuentro de la pasión de las almas.
FICHA TÉCNICA
Palau de Les Arts Reina Sofía, 10 diciembre 2021
Ópera, Madama Butterfly
Música, Giacomo Puccini
Libreto, Luigi Illica y Giuseppe Giacosa
Dirección musical, Antonino Fogliani
Dirección escénica, Emilio López
Orquestra de la Comunitat Valenciana
Cor de la Generalitat Valenciana
Cio-Cio-San, Marina Rebeka
Pinkerton, Marcelo Puente
Suzuki, Cristina Faus
Sharpless, Ángel Ódena
Goro, Mikeldi Atxalandabaso
Príncipe Yamadori, Tomeu Bibiloni.
Tío Bonzo, Fernando Radó