VALÈNCIA. Tras triunfar con su magnífico debut en el largometraje, Cinco lobitos (2022) y realizar, inesperadamente, una comedia romántica al uso de escasa trascendencia, Eres tú (2023), Alauda Ruiz de Azúa nos sorprende con una miniserie de cuatro capítulos, Querer (Movistar +), en la que ejerce de directora, además de coguionista y cocreadora junto con Eduard Solà y Júlia de Paz. Y que es, lo digo ya, una de las mejores series del año, de esas que no hay que perderse.
Una mujer pide el divorcio, tras treinta años de matrimonio, y acusa a su marido de violación reiterada, una decisión que, lógicamente, provoca un terremoto en la familia y los allegados porque nadie esperaba algo así. La imagen de la pareja era “normal”: un matrimonio de clase media alta que no parecía tener ningún conflicto relevante, el hombre de negocios con su trabajo importante y el ama de casa eficiente que no había manifestado nada más grave que cierto aburrimiento inherente a esa forma de vida.
La viva imagen de la “normalidad familiar”, concepto sibilino donde los haya, construido, tantas veces, sobre la subordinación femenina en el seno familiar y su adscripción a un rol muy estrecho. Dicho así puede sonar a cliché, pero nada más lejos de Querer. La finura psicológica, la complejidad de los personajes y de las circunstancias, el modo de exponer las emociones y las tremendas contradicciones que atraviesan a los protagonistas ante la situación están en las antípodas del lugar común y las soluciones fáciles. El diseño de Íñigo, el marido, es un buen ejemplo, concebido no como un monstruo ni como un cliché, sino como un hombre normal y corriente, sin duda controlador y con cierto mal humor que, desconcertado, cifra toda su defensa en “yo nunca te pegué”. Un hijo perfecto del patriarcado. Esa normalidad, ya saben.
Esta historia terrible y dramática, y quizás, según cómo se mire, morbosa, se resuelve en una puesta en escena austera y minimalista, que nunca pierde de vista lo esencial y siempre, siempre, siempre va a lo sustancial. Sin efectismos, ni morbo, ni sensacionalismos, ni virajes melodramáticos. Hay que destacarlo porque el argumento y el tema se prestan, y hemos visto demasiadas películas y series así, al exceso sentimental y a un subrayado de lugares comunes que la cineasta vasca elude con maestría. Todo está contado desde una contención que provoca que, cuando afloran la dureza y la violencia vividas en silencio por Miren, la protagonista, resulten devastadoras.
La luz gris de Bilbao, donde tiene lugar la acción, impregna la imagen, hecha de tonos apagados, entre grises, marrones y ocres. La protagonista siempre parece atrapada dentro de la imagen, como falta de espacio, incluso en exteriores. Los encuentros y conversaciones tienen lugar en interiores desangelados o poco acogedores, incluidas las viviendas familiares acomodadas en las que se hace evidente su incomodidad. Sus desplazamientos parecen estar siempre llenos de obstáculos. Las líneas rectas y cuadriculadas de los despachos oficiales y los juzgados la aprisionan en el plano, en el que aparece, habitualmente, reencuadrada o desplazada del centro de la composición.
Los durísimos diálogos entre los miembros de la familia rota y con los allegados, así como las declaraciones ante las abogadas o en el juicio (que ocupa un capítulo entero y es un prodigio de planificación, composición y montaje), se presentan sin aspavientos de cámara y, fundamental, sin música que subraye la emoción: leves movimientos de cámara, planos fijos, primeros planos. Todo el poder está en la palabra, que rezuma veracidad y en los rostros de excelentes intérpretes bien dirigidos. Es de justicia mencionar el magnífico trabajo de los actores y actrices: la prodigiosa interpretación de Nagore Aranburu, tan sutil y compleja, la del gran Pedro Casablanc como el marido, Iván Pellicer, el hijo menor y Miguel Bernardeau, el primogénito, perfecto en la expresión de la rabia y el desconcierto.
El comienzo de la serie es llamativo: el polvo apasionado de una pareja joven. No tardaremos en entender que esa escena de sexo inicial también es sustancial y no gratuita, porque de lo que va Querer es, evidentemente, del consentimiento; al fin y al cabo, esa es una de las varias acepciones del verbo querer que la serie declina (que son unas cuantas). La secuencia sexual es todo lo que no tuvo la protagonista en su matrimonio, el envés de su historia, lo que debería haber sido y nunca fue: sexo consentido, complicidad, respeto, placer. Es un inicio deliberadamente equívoco porque no hay más imágenes sexuales en la serie, aunque sí se habla mucho de sexo y con todo lujo de detalles: en concreto, de las vejaciones y violaciones que Miren sufrió.
El sexo volverá a la dimensión visual en otra secuencia hacia el final, muy pertinente, en la que, quien protagoniza ambas, el hijo pequeño de Miren, no puede vivir el gozo inicial tras lo sucedido. Entre ambos momentos, la verdad que Miren ha sacado a la luz ha provocado todo tipo de efectos, especialmente en sus hijos y en ella misma, desde la asunción de lo que ha sido su vida, hasta la necesidad de empezar otra diferente sin apenas recursos y con todo en contra.
Austeridad, precisión, economía de medios, minimalismo, realismo. Todo para ir a lo esencial. A mostrar el áspero y despiadado proceso que Miren, que cualquier mujer en sus circunstancias, ha de pasar. Sin concesiones ni espectacularidad alguna, a la contra de lo que es norma televisiva al tratar estos temas. Es aquí donde la serie alcanza una dimensión que preferiría no llamar didáctica, para que nadie piense que estamos ante un ejercicio de pedagogía o un manual de instrucciones, pero que no sé cómo llamar de otro modo. Esa forma de ir al meollo de las cosas, sin desvíos y sin alharacas melodramáticas, permite comprender en toda su crudeza lo descarnado de la realidad. Y lo hermoso de Querer es que el tema nunca está por encima de la obra, como en tantas ocasiones. La serie demuestra su capacidad de hacernos entender algunas cosas muy relevantes sobre las que es imprescindible reflexionar, y lo hace desde el lenguaje cinematográfico y la forma, siendo, en todo momento, una obra audiovisual de gran relevancia. No se la pierdan.