Hace unos meses, al término de una jornada de salud mental en la que intervine, alguien me dio un toque en el hombro y me giré para descubrir una cara vagamente conocida. Se identificó, sonrió y me inundó la alegría: era un antiguo paciente, alguien con el que años atrás tuve largas entrevistas, amargos debates. El tema era el sinsentido. La angustia para mí era protegerle poco de sí mismo, para él: seguir vivo. Era alguien que no encontraba el hilo para seguir, alguien al borde del precipicio. Un suicida. No daré detalles del camino que le había puesto ahí, sólo diré que por entonces él era el enfermo y yo la psiquiatra. Su puesta en escena era la del depresivo que colapsa, la mía: la de la técnica en rescates. Tenía una inteligencia soberbia y me convencía, semana tras semana, de que no lo enviara al hospital todavía. Nunca lo hice. Me daba su palabra de volver a su cita. Y con eso, que es una nada, que lo es todo, volvía yo cada día preocupada a mi casa.
Años después su expresión y su testimonio me han dicho que fue un acierto pero, ¿y con tantos otros? El pasado 10 de septiembre fue el Día Mundial para la Prevención del Suicidio y ya sabemos, por fin, las cifras de este terrible fracaso: 11 personas al día en España, un incremento del 11.6 % desde el 2019 al 2022. Y las consultas de salud mental son ya irrespirables porque la demanda ha crecido en el mismo periodo un 32.65 % y el aumento de recursos es notable, pero tímido para lo que aún se necesita.
En su colección de ensayos La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres, Siri Husvedt reflexiona sobre el tema en El suicidio y el drama de la autoconciencia. Su punto de partida es la excepción de nuestra especie a la hora de autoliquidarse, ¿por qué los demás animales no muestran pulsión de muerte?, ¿qué los protege?, ¿qué los diferencia? La pregunta clave que persigue la Premio Princesa de Asturias es qué cosa es aquella que se ataca cuando un humano se autoagrede y la cosa es el “yo”. Dado que la conciencia del “yo”, aquello que no muestran tener otras especies, es lo que ataca el suicida, se pregunta sobre lo que implica ser consciente. Cuándo empieza, cómo se regula. Freud y los psicoanalistas que continuaron su estela ya se preguntaron qué es lo que significa representarse, desde los tres años de edad, como un “yo” frente a un “tú”.
Sin dejar de lado los hallazgos de la neurociencia, estoy de acuerdo en poner el foco en la dimensión comunicativa del suicidio. Husvedt lo describe como un “drama relacional” porque los demás siempre están en la mente del suicida: es, por encima de todo, un diálogo; por eso resulta aberrante escuchar una y otra vez aquello de “lo hizo para llamar la atención” como coartada para castigar al suicida. Para conjurar la impotencia que imprime el suicida en su entorno. Por supuesto que es una llamada de atención, pero lo es de forma mezclada con muchas otras intenciones.
En este mundo líquido y complejo, a algunos todavía les cuesta encajar que las cosas tengan varias causas o varias intenciones a un tiempo, incluso contradictorias; el suicida quiere y no quiere morir. Lo dice con su comportamiento, de una forma disfuncional, reeducable, pero espera un receptor al otro lado. Quizá se dirija a un receptor que llegue demasiado tarde (de ahí las cartas de despedida), pero siempre hay alguien imaginado por el náufrago mientras mete su nota dentro de una botella, ¿sabemos leer esas notas? Son mensajes que solo se descifran con tiempo y humanidad. Se emiten de forma disfuncional, pero son expresiones humanas al fin y al cabo. No hace falta ser profesional para recogerlos, además falta mucho para que haya tantos como necesitamos: la sociedad por entero debe dar ya un paso al frente y empezar un diálogo.
En marzo de este año dimitió el equipo directivo de un IES en Mislata ante la presencia de 15 alumnos en protocolo activo de autolesiones. Nos vemos desbordados con las cifras: 1600 jóvenes entre 10 y 24 años durante el curso escolar 21-22 (un 233,3 % de incremento respecto a cifras prepandemia). Suenan mucho los números pero no se escucha una reflexión sobre el diálogo que están reclamando estos chavales. ¿Dialogamos mucho últimamente?, ¿se puede decir que lo hacemos bien, al menos a nivel interno?, ¿acaso hemos aprendido los adultos a dialogar entre nosotros, a tener intercambios profundos? Censurar a cualquiera que se autolesione con una explicación reduccionista del tipo “quieren llamar la atención” resulta, no sólo cruel, sino sordo y ciego. Ineficaz. Exculpatorio.
Nadie ha dicho que sea una cosa fácil. A menudo he visitado suicidas y me he sentido tan lejos de ellos como ese capellán de El Extranjero que entra en la celda del Merseault condenado a muerte. El personaje de Camus no es un médico sino un sanador espiritual, alguien encargado de salvar un alma y debatir sobre la vida eterna pero, al fin y al cabo, se le paga como a nosotros por torcer voluntades. El capellán, como todos los personajes bien construidos, despierta todo tipo de reacciones en el protagonista y en quien lee. Inicia su visita de forma cálida pero termina enfureciendo al reo, ¿cómo? Mostrándose incrédulo. Rompiendo la comunicación. Juzgándole. “no le creo ―suelta―, seguro que ha sentido usted el deseo de otra vida…”.
En la consulta, frente a aquél hombre acabado que era paciente entonces, yo me tomaba muy en serio. A pesar de las prisas, de la pantomima y del abismo entre su lugar y el mío, estoy segura de que él veía mi esfuerzo por disimular o, incluso, liquidar la distancia real entre nosotros. En la novela de Camus, Merseault no percibía nada de eso. Era alguien al límite, condenado a muerte por no llorar en el funeral de su madre. Después de que le arrancasen el capellán de encima, estaba dispuesto a revivirlo todo, “como si esa gran cólera me hubiera purgado del mal, vaciado de esperanza ante esta noche cargada de signos y de estrellas. Me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan fraterno, al cabo, sentí que había sido feliz y que lo era todavía”. No es el testimonio de un suicida, pero describe muy bien la liberación emocional que experimentan todos ante la inminencia del fin, la cancelación del sufrimiento.
Muchos suicidas me han hablado así y me han hecho sentir como un absurdo capellán trabajando para torcer voluntades. Aquel hombre que años después de su crisis me ha saludado era muy distinto del depresivo que conocí. Ya no recuerdo muchos detalles, pero sé que vivía en una aislamiento feroz y una vez por semana, en un lugar y tiempo concretos, alguien estaba intrigado por verle aparecer y hablar; ese alguien era yo. Una médica con un recetario y un puñado de preguntas. Poca cosa. Una especialista cansada y un lugar no muy idílico, pero algo con lo que empezar. Un intercambio humano. Una escucha y una inyección de confianza.
Funcionó con él, pero no funciona todas las veces. Hablemos del suicidio y mirémonos a los ojos cuando lo hagamos, con quienes están ya ahí y con quienes quizá no lo estén nunca. No se sabe a quién le tocará de cerca pero todos, dado que tenemos autoconciencia, podemos volvernos violentamente contra ella.