VALÈNCIA. La maquinaria del Estado no se detiene según su lógica implacable. En el buzón alguien ha dejado los dos recibos de la contribución urbana. Suman 424,38 euros. Hubiera preferido que el Ayuntamiento de mi pueblo no me hubiera regalado dos mascarillas. Se ha visto que fue un mal negocio para mí.
Cuando un presidente del Gobierno presume de que casi la mitad de la población se ha interesado por una paga de subsistencia, es que su país ha abrazado la pobreza sin disimulo. En lugar de crear las condiciones para crear riqueza y empleo, tapan el fracaso de sus políticas otorgando subsidios a personas y familias que se verán condenadas a una dependencia crónica y a un agradecimiento obligado. Esto no es justicia social; esto es sólo la última manifestación del caciquismo español.
El Gobierno minusvalora el odio, el resentimiento y la ira que su pésima gestión ha despertado en personas que perdieron a sus seres queridos durante la pandemia. Ese odio es nocivo para la convivencia, pero está ahí y no parece remitir. Las heridas tardarán en cicatrizar. La rapidez o la lentitud en hacerlo dependerá de cómo cada uno encaje el dolor causado por la muerte. Habrá que estar atentos a los lobos solitarios que quieran tomarse la justicia por su cuenta.
Las piezas van encajando poco a poco. La Fiscalía de la Audiencia Nacional califica ahora de sedición el posible delito cometido por el señor policía Trapero en el golpe Estado de 2017. Ha retirado la acusación de rebelión, que implica penas más elevadas. Propone como alternativa una condena por desobediencia. En la práctica, allana el camino para que el acusado no entre en la cárcel y sólo sea inhabilitado. La decisión de la Fiscalía, a las órdenes de una exministra socialista, es una invitación para que los independentistas lo vuelvan a hacer. ¡Ojalá estos ojos lo vean pronto y acabemos de una vez con esta farsa del Estado autonómico!
"¡Madre mía, la que está cayendo!", oigo decir a un compañero en la videoconferencia cuando estoy centrado en otras cosas. El verano se resiste a llegar. Esta mañana ha vuelto a llover con fuerza, casi con una violencia que intimidaba a mis ventanas. Todo lo contrario a la lluvia tranquila y obediente que abre la novela Mazurca para dos muertos de Camilo José Cela: "Llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida, llueve sobre la tierra que es del mismo color que el cielo, entre blando verde y blando gris ceniciento, y la raya del monte lleva ya mucho tiempo borrada".
La mafia calvorota del fútbol exige tener público en los estadios esta temporada. No dudo de que lo conseguirá. Poderoso caballero es don Dinero. Pero, además, es urgente que el 'pan y circo' funcione en toda plenitud para facilitar el aprendizaje del olvido. Trato bien distinto es el reservado a los espectáculos taurinos, que no gozan de la misma simpatía por parte de las autoridades políticas, muy preocupadas por los derechos de los animales pero menos por los de algunas personas.
Mis padres han hecho la declaración de la Renta sin problemas. Hacienda les devolverá poco dinero en comparación con el ejercicio anterior. Mi madre no se lo explica y yo tampoco.
Aún no me he repuesto de una noticia que leí el pasado fin de semana. En ella se decía que el Consejo Escolar del Estado, máximo órgano consultivo del ministerio dirigido por la abuelita Celaá, recomendará la eliminación del título de la ESO y su sustitución por una especie de certificado de escolaridad sin límite de suspensos, con el fin de que todo niño y toda niña puedan seguir su formación como si nada. La propuesta se votará el 16 de junio. Visto lo visto en este final de curso, escándalo de proporciones colosales e históricas, no me extrañaría que saliese adelante.
Cuando disponga de tiempo libre llamaré a la Embajada de Portugal para informarme sobre si existe un acuerdo suscrito con el Estado español que contemple la doble nacionalidad. Razones culturales e históricas hay de sobra. Después del trauma de estos tres meses de encierro, estoy interesado en hacerme medio portugués o portugués por completo. Ser español es un mal negocio, una batalla con derrota asegurada, como es de sobra conocido.
En un diario conservador leo que los ricos del continente buscan residencias en Portugal para pasar sus años de jubilación. Antes lo hacían aquí, pero este país ha perdido atractivo para cierto tipo de inversores.
Un Gobierno de izquierdas dirige Portugal, pero está formado por políticos cabales, humildes y vacunados del pecado del sectarismo. Por eso Portugal progresa, como se ha visto en su gestión de la crisis del coronavirus, y España, un país que no se respeta, retrocede.
Deberíamos aprender de los portugueses, pero somos demasiado soberbios —la soberbia compañera de la ignorancia— para imitarlos. Así nos va.