Los mercadillos, los rastros, despiertan nuestro interés seamos coleccionistas o no. Detrás del irresistible atractivo de los mercadillos hay una especie de tendencia atávica por la búsqueda de lo raro, lo desconocido, por el hallazgo insólito
VALENCIA. Es curioso: dos de las clases de noticias que más morbo despiertan para los medios de comunicación, en esto del arte, son los precios galácticos de las subastas de arte y por otro lado la aparición de un tesoro, adquirido por una mujer de clase media americana o por un fontanero Newcastle en un mercadillo de una no demasiado pintoresca localidad suburbial. Una noticia se desarrolla en salones enmoquetados y aroma a Hermés, y la otra bajo las, muchas veces, inclemente intemperie de la calle. Al final es lo mismo: el hallazgo, la persecución y adquisición de lo valioso, lo único, lo especial.
Vestirse de Indiana Jones armado con lupa y linterna y lanzarse a la búsqueda del Santo Grial del arte por tiendas de segunda mano o mercadillos se esta convirtiendo en una afición en Estados Unidos. Oigan, lo comprendo porque es muy divertido. En el país de Donald Trump y del Pressing Catch no es todo tan moderno como los europeos, con cierto aire de superioridad y etnocentrismo, creemos. “No tienen historia”, esa frase con cada vez menos sentido, si es que alguna vez lo tuvo. El Nuevo Mundo es un vasto territorio que no ha parado de recibir desde la vieja Europa y Asia antigüedades y obras de arte desde hace dos siglos. Así que, esos grandes y viejos trasteros y, a la postre, esos mercadillos locales, son susceptibles de contener piezas inimaginables. No se hagan ilusiones, estamos hablando de buscar una aguja en un pajar, pero el hecho excepcional, lejos de quitarnos la ilusión, nos crea una emoción y un pálpito irresistible.
Historias de la “profunda américa”: Zachary Bodish, ciudadano de Ohio, compró un cartel de Picasso por unos 10 euros que se hallaba entre una pila desordenada de cuadros de una tienda de segunda mano. Meses después una mujer del Estado de Virginia hizo lo propio en un rastro del Valle de Shenandoa con un pequeño óleo sobre lienzo de de Piérre-August Renoir por menos de siete dólares (poco más de cinco euros). La obra titulada Paysage, Bords de Seine y realizada en torno a 1879, aparece en el catálogo razonado de la obra de Renoir como desaparecida y se indica que fue adquirida por la galería francesa Bernheim-Jeune en 1925, que posteriormente la vendió a Herbert May, el marido de la coleccionista de Maryland, Sadie A. May.
No es baladí que les describa el itinerario porque ello explica un poco como las obras, cual aves migratorias, cruzan los océanos sin que nos percatemos de ello. Recuerden que todas las piezas por muy humildes que sean, tienen su historia, en muchos casos fascinante. Cuando fue adquirido ese cuadro en el siglo XIX, debemos pensar que Renoir no vivía un destacable éxito comercial. El pequeño lienzo no tenía la relevancia actual y pudo acabar en un desván porque al descendiente del comprador una vez fallecido este, le pareció un cuadro cursi y pasado de moda. Los años fueron cayendo, las guerras mundiales, el telón de acero y el pequeño Renoir seguía en el fondo de en este arcón de alcanfor en el desván de una casa de los alrededores de Baltimore. La casa salió a la venta, al igual que el mobiliario y enseres, entre ellos ese pequeño Renoir abandonado en la profundidad del desván. Ahora Renoir es un célebre y cotizado artista y comerciante. Lo último que se le podía pasar por la cabeza es que fuera un cuadro original del impresionista francés, por mucho que llevase una pequeña chapa en el marco con el nombre del artista. Historias de mercadillos.
Creo que donde he pasado más frío en esta vida es en los mercadillos franceses durante esos días de invierno en que sopla un mistral asesino que desciende inmisericorde desde los Alpes. Sin embargo la adrenalina de la búsqueda es mucho mayor y no hay frío que pueda con la emoción que me genera rastrear y trastear. Tan grande es la concentración en la búsqueda y el interés que me despierta descubrir y escarbar en cajas de cuadros apilados recién salidas de las casas o las carpetas de dibujos. Las grandes urbes europeas obviamente tienen los mejores “maché aux puces”. Recuerdo que cuando estuve en Portobello un anticuario londinense me dijo “olvídate, esto es para turistas”. Y me mencionó una mercados cuyo nombre no recuerdo que tienen lugar sobre las cinco de la mañana, antes de que amanezca. La mercancía está “fresca”-me contaba- pues ha sido comprada en las casas que se vacían horas antes, y sale directamente de los camiones y furgonetas. Los compradores van armados con sus linternas y muchas de esas piezas son las que acaban al día siguiente en Portobello y en tiendas de antigüedades pero a precios superiores. Definitivamente, no quiero morirme sin ir a ese mercadillo, envuelto en tinieblas, en el que se dan cita los amantes de las antigüedades más madrugadores.
Es una pena que en España, con la amabilidad del clima que disfrutamos, nuestros rastros se hayan convertido en un totum revolutum, en el que todo cabe, en muchas ocasiones poco agradable y no se haya preservado a penas la autenticidad de aquellos rastros de antigüedades de hace unas décadas. Conozco mucha gente que me evoca con añoranza batallitas de aquel rastro de la plaza Nápoles y Sicilia. Yo mismo tengo algún esbozo de recuerdo bajando por la calle Palau de la mano de mi padre. El rastro de Valencia se extendía como los tentáculos de un pulpo por las calles adyacentes: Trinquete Caballeros, Palau, Aparisi i Guijarro. Amigos y clientes que peinan canas me hablan de hierros de alta época, bargueños, pequeñas tablitas de Pinazo, Navarro, cerámica de reflejo de Manises, piezas de Alcora y azulejos de las más diversas épocas. Eso sí que es para mí un parque temático y no Port Aventura. El rastro en dicha ubicación se inició el los sesenta. Luego inició un peregrinaje por la zona del antiguo hospital, para acabar en junto al campo de Mestalla. Muchos aficionados a las antigüedades iniciaron su periplo coleccionista en este mercadillo. El gusanillo una vez entra, ya no se va y muchos de aquellos siguen teniendo su cita dominical en el actual emplazamiento, aunque, como comentan “ya no es lo mismo, aunque nunca se sabe…”.
Me llegaba la noticia hace unos días de que se estaba buscando nueva ubicación para el rastro. Quizás sea el momento de pensar qué queremos que sea el rastro de Valencia. Hay quienes le está dando vueltas a la posibilidad de crear un nuevo rastro con una mayor vocación de coleccionismo (libros, foto antigua, objetos de almoneda, de colección, curiosidades con cierta época, vintage…) y evocar de nuevo aquel de la Plaza Nápoles y Sicilia. Es difícil pero vale la pena darle una pensada y tocar alguna puerta en un tiempo en que parece que es menos dificultoso llevar a cabo iniciativas de esta clase. En el centro histórico abundan la plazas donde semanalmente se podría dar cita un nuevo mercadillo de antigüedades para Valencia con toda la dignidad que merece. Sería una interesante atracción para el turismo: las principales ciudades europeas tienen mercadillos semanales muy dignos e interesantes. Sin ir más lejos el que se instala frente a la catedral de Barcelona los jueves.
Mucho antes de que se emplazara en la Plaza de Nápoles y Sicilia, el Rastro, durante siglos se instalaba en la Plaza del Mercado. Un entorno ideal, a las puertas de la Lonja, los Santos Juanes y la plaza de la Compañía. Tras la Guerra Civil los puestos se dispersaron y tan sólo quedo algún chamarilero en les “covetes” de los Santos Juanes, un espacio tan singular como tristemente abandonado y despreciado. ¿Porqué no un nuevo rastro de antigüedades en esta ubicación tan pintoresca?