Reconocido como el padre del diseño industrial moderno y una auténtica estrella mediática, fue el primero en llevar a la práctica eso de que el diseño puede ser un aliado para la competitividad de las empresas
VALÈNCIA.-Nacido a finales del siglo XIX en Francia, a Raymond Loewy le marcó una revolución que se caracterizó por ligar lo industrial a lo útil y a lo feo, relegando el calificativo de bello al mundo del arte. También, combatir en la Primera Guerra Mundial para, al terminar, recabar en la ruidosa y grotesca Nueva York de los años veinte, que precisamente no era el sueño de este ingeniero con aires de dandy obsesionado con la sofisticación y el lujo.
Su carrera como diseñador comienza como escaparatista para almacenes como Macy’s o Saks Fifth Avenue, para después pasar a ejercer de ilustrador de moda para las revistas Vanity Fair, Vogue y Harper’s Bazaar, contratado directamente por la mismísimo editorial Condé Nast. Una década después consiguió su anhelo de recibir encargos de diseño, fichando además por consultoras a la vez que abría su primer estudio propio.
Es una época de crisis, tras el crack del 29, cuando su carrera estaba en un momento de efervescencia personal, que culmina tras la Segunda Guerra Mundial —a mediados del siglo pasado—, siendo reconocido como padre del diseño industrial moderno. Será a partir de este momento cuando se ligará, al fin, el diseño funcional a algo bello, ya que el mérito de Loewy radica en que fue el primero en poner en la práctica eso de que el diseño puede ser un aliado para la competitividad de las empresas.
«Genio del diseño moderno y promotor de la estética funcional», como lo define el crítico de arte Emiliano Martín Aguilera en la edición en español de la autobiografía Lo feo no se vende (R. Loewy, 1951), fue también el primer diseñador en ser considerado una estrella mediática, con aires de galán de cine y cierta arrogancia, portada de la revista Time y encargado de proyectar esa visión futurista de los medios de transporte de la que tanto ha bebido el cine y en concreto la ciencia ficción. El diseñador cedió incluso su imagen para marcas, un valor en sí mismo, siendo sinónimo de un estándar de belleza y calidad para la cultura norteamericana de mediados y finales del siglo XX. Esta figura pública que llegó a construir se la debió en parte a Betty Reese, diseñadora y publicista personal, mano derecha para lidiar con la prensa y agente de medios. Una polifacética mujer que se mantuvo treinta años en la trastienda de la firma de Raymond Loewy.
Diseñador sin límites, en lo gráfico rediseñó el célebre packaging de Lucky Strike en 1942 (no diseñó el logo sino que sustituyó el fondo verde original de la cajetilla por el color blanco); readaptó la concha de la marca Shell; creó la imagen de marca del Air Force One y cientos de aplicaciones para Coca-Cola, entre otras, el diseño de la botella de Fanta —no la de Coca-Cola, otro falso mito sobre el legado del diseñador— para darle un aspecto más elegante y estilizado, haciéndola, al mismo tiempo, perfecta para ser agarrada con un mano. Además, revolucionó también el descuidado mundo de los interiores de los medios de transporte, llegando a diseñar desde cabinas de aviones al habitáculo de la cápsula espacial SkyLab de la NASA.
Le caracterizaban las formas aerodinámicas, la limpieza donde antes todo era ruido y la simplificación de las formas con una obsesión por limpiar esas carcasas con las que dotó a neveras, radios, cámaras de fotos, máquinas de coser, autobuses, coches, trenes e incluso a aviones de unas líneas que hacían amable su uso.
Supo hacer agradables, mediante el diseño, aquellos chasis industriales con los que se había criado, y por eso se le considera el padre del diseño de producto cuya autobiografía, una especie de tratado de estética a través de anécdotas personales, es de lectura obligatoria para entender el contexto y méritos de este diseñador de carcasas que cambió el paradigma de tantos productos y los convirtió en artículos de consumo. Le debemos de hecho el famoso valor competitivo del diseño y la innovación que hoy día exigimos a los productos que compramos, en los últimos lanzamientos de Apple o en lo próximo que presente Tesla, marcando la diferencia entre las empresas que integran el diseño en su ADN corporativo y las que no.
Acrónimo de Most Advanced Yet Acceptable (algo así como «lo más avanzado y aún aceptable»), el principio que Raymond Loewy consolidó relaciona lo novedoso con lo familiar, como el punto de equilibrio en el que el diseño debe moverse para resultar efectivo de cara a los consumidores. Un producto irreconocible causará rechazo, pero también lo hará uno poco novedoso, una lógica que empresas como Apple adoptan para hacer evolucionar sus productos, preparando a sus clientes poco a poco a la hora de introducir novedades que nunca resulten demasiado disruptivas. La belleza frente a lo feo era su forma de hacer entender el diseño, por eso le gustaba contrastar soluciones muy recargadas frente al minimalismo absoluto para evidenciar el punto medio como la mejor solución posible. Loewy demostró que lo funcional podía ser bello, y de ahí su idea de la armonía como el equilibrio buscado.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 36 (octubre/2017) de la revista Plaza