La Orquesta Sinfónica de la BBC y Sakari Oramo presentaron dos sinfonías reveladoras de ciertas vivencias de Shostakóvich y Prokófiev al término de la Segunda Guerra Mundial. Completó el programa Martín Fröst con el Concierto para clarinete de Copland
VALÈNCIA. Visitó este martes el Palau de la Música una de las grandes formaciones británicas: la BBC Symphony Orchestra. Y lo hizo dirigida por su titular, el finlandés Sakari Oramo. También trajeron a un solista de primerísimo nivel: el clarinetista Martin Fröst.
La velada incluía, además del conocido Concierto para clarinete de Aaron Copland, dos sinfonías que no se programan con demasiada frecuencia, a pesar de sus méritos incuestionables: la Novena de Shostakóvich y la Sexta de Prokófiev. Es posible que no le gustaran demasiado a Stalin, pero hace ya mucho tiempo que eso mismo se ha convertido en un valor añadido, y no supone ninguna rémora para su programación.
La Novena de Shostakóvich es una obra llena de ingenio y finura, que muestra a un compositor en pleno dominio de sus recursos. Nos revela la faceta más optimista y ligera de un gran músico capaz de expresar, también, la épica y las tragedias de su pueblo.
El primer movimiento aparece, ya desde los primeros compases, transparente y festivo, buscando un colorido contrastante entre las flautas y los metales. El flautín se añade a esa risueña paleta de timbres opuestos. Sakari Oramo supo clarificar muy bien el tejido sinfónico que ofrecía al público, dándole al Allegro inicial el carácter que le corresponde. Escrita la sinfonía en 1945, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, llama la atención que el compositor de San Petersburgo, ciudad sitiada por los nazis, donde murieron de frío y de hambre más de un millón de personas, sea capaz de escribir algo tan ligero. Pero no hay que olvidar el inolvidable tributo que había rendido a sus conciudadanos con su Séptima Sinfonía (denominada “Leningrado”), en el momento en que todavía estaban sitiados. Tampoco puede obviarse la necesidad explosiva que ha tenido siempre la gente de festejar, en todo el mundo, el final de cualquier guerra y la llegada de la paz.
El segundo movimiento resulta más meditativo, incluso misterioso, pero no triste. Las maderas vuelven a cobrar protagonismo, a veces sobre el pizzicato de los cuerdas. Las diversas secciones de éstas en la Orquesta de la BBC trabajaron con elocuencia. Y proporcionaron, al igual que en otros momentos de la sinfonía, una aterciopelada alfombra para los instrumentos de viento. Las respuestas de las trompas fueron dulces y bien empastadas.
Los tres movimientos restantes (Presto, Largo y Allegretto) suenan sin interrupción entre ellos. Al principio se retoma la atmósfera inicial. En el Largo, más solemne y con limpias intervenciones de trombones y tuba, gustó muchísimo un bello y meditativo solo de fagot, de tranquila pero intensa elocuencia. El Allegretto, cuya segunda parte se convierte en Allegro, aparece como una recapituación donde se retoma, de alguna forma, el carácter ligero del principio. Hubo una nueva exhibición de poderío en los solos instrumentales. Y de inteligencia en la batuta para controlar el ajuste y las dinámicas.
El Concierto para clarinete de Copland se ha puesto siempre como ejemplo de la influencia del jazz en la llamada “música culta”, algo que resulta un poco discutible. El hecho de que lo encargara Benny Goodman, o de que Aaron Copland haya sido considerado como prototipo de compositor americano, no son razones suficientes. Quien escuche con atención esta obra percibirá que, incluso con un músico de la talla de Martin Fröst, su “núcleo duro” no suena nada jazzístico. Ni rastro de swing. Ni un ápice de improvisación (aunque en la cadenza central podría incorporarse). El feeling es otro elemento indispensable en cualquier tipo de jazz, y eso sí estuvo presente. Pero es que los grandes intérpretes de clásica también lo tienen. En cuanto a las síncopas, debe recordarse que no fue el jazz quien las inventó, ni quien las monopoliza. Muchos siglos antes de que surgiera esa prodigiosa música afroamericana, síncopas existían ya, tanto en la música culta como en la popular, empezando por la africana. Más próxima al jazz estaría, por ejemplo, la obra de George Gershwin. Tanto es así que sus temas los han versionado, una y otra vez, los más grandes nombres de la escena jazzística.
En cualquier caso, y sea o no sea jazz el concierto de Copland, Martín Fröst se mostró en él como un auténtico crack del clarinete. Sabe cantar con él como si de una voz se tratara, tiene una técnica respiratoria increíble, consigue velocidades de vértigo, llega en el registro agudo a fronteras realmente peligrosas, y frasea con un gusto y una gracia notables. Completó la faena con un regalo bonito: la virtuosística improvisación sobre “Let’s be happy”, del argentino Giora Feldman, inspirada en la música tradicional de los judíos ashkenazy de Europa oriental. Y, cosas del destino: aunque provenga de un autor sudamericano y se inspire en el folklore judío, la recreación (más que improvisación) hecha por Fröst sí que tuvo su puntito, muy agradable, de jazz.
La Sexta de Prokófiev, estrenada en 1947, sí que apunta, por su dramatismo, hacia la gran contienda, a lo que deben sumarse los graves problemas de salud que sufrió el compositor durante estos años. La línea de los graves tiene aquí una gran relevancia, y la batuta supo subrayar su decisivo papel en la partitura, tanto en lo que respecta a la cuerda como al viento y la percusión. De atmósfera no inquietante pero sí muy inquieta, subyace en todo su trayecto un sustrato de tristeza, con momentos más exacerbados de verdadera angustia. Reserva, como en la Novena de Shostakóvich, un espacio considerable a los instrumentos de madera, a los que se suman los hemosísimos timbres de trompas y viola. Arpa, celesta y piano proporcionaron un cierto toque espectral a la obra.
El segundo movimiento, Largo, fue interpretado con una gran intensidad emocional, continuando e incrementando la atmósfera del primero. Hay que destacar la forma en que dialogaban las secciones de la orquesta, dando señales inequívocas de que se “escuchaban” unas a otras, virtud que no siempre está presente en muchas orquestas. Fue asimismo notable el enfoque de los reguladores, llegando al fortísimo, si convenía, con una gradación magistral y evitando siempre la estridencia.
El último, Vivace, bastante más ligero y de ritmo trepidante, parece un intento de “reanudar la marcha”, como lo haría un caminante que se recupera tras la caída. Flautas y flautines pusieron sus acentos incisivos, y las trompas llamaban con premura. Los contrabajos en pizzicato y una certera percusión proporcionaron seguridad métrica e ímpetu, hasta que un inspirado solo de fagot interrumpió la agitación. Vuelve entonces el clarinete a una hermosa meditación, y la orquesta termina eclosionando en un vigoroso tutti.
El público agradeció el esfuerzo y el resultado lleno de filigranas. Y los aplausos arrancaron un regalo de carácter opuesto, aunque también de Prokófiev: la Gavotte de su Primera Sinfonía.