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La nave de los locos / OPINIÓN

Recuerdo en sepia de una señora de Valencia

Rita se movía como pez en el agua en aquellas Fallas. Ejemplar de la derecha populista, la alcaldesa nunca le hacía ascos a estrechar la mano morena de un obrero de Benicalap. Era un animal político, todo temperamento y demagogia, sin una idea original en la cabeza, según sus adversarios. ¿Tendrá calle en Valencia? Me es indiferente, la verdad

5/12/2016 - 

Conservo una foto en la que estoy entre ella y el periodista Julio Tormo. Yo sujeto una grabadora grande, de las de antes, y los miro con cara de pánfilo. Buscaba declaraciones de la alcaldesa para adornar la crónica que publiqué al día siguiente. Era mi primera cobertura de una nit de la plantà. Antes me habían invitado a una paella en la carpa ubicada en la plaza del Ayuntamiento. Cerca de mí estaba el entonces magistrado Baltasar Garzón, invitado de honor de aquellas Fallas. Garzón, maniobrero donde los haya, con un fino olfato para saber dónde están siempre el poder y el dinero, se dejaba agasajar entonces por los conservadores, que gobernaban en Valencia y Madrid. Quién iba a decir que se nos presentaría, años después, como el mártir de la izquierda, látigo tan persistente como inútil de la derecha en el poder.

"La muerte de Rita nos permitió asistir a un teatro de sombras y lugares comunes, entre la hipocresía de los suyos y la descortesía de los lobos de Podemos"

No sabía muy bien en qué consistía cubrir la plantà pero no tardaría en descubrirlo. Había que seguir a una comitiva encabezada por la alcaldesa que recorría las principales fallas de la ciudad. Todo eran abrazos, parabienes, achuchones, camaradería forzada, en un ambiente salpicado por innumerables muestras de virilidad trasnochada. El periodista comenzaba a cansarse de seguir la estela de concejales deseosos de pasar a la Historia o al menos de salir retratados, al día siguiente, junto a la fallera mayor, que por aquella época debía ser rubia, como mandaban los cánones.

Rita se movía como pez en el agua en aquel hábitat. Ejemplar de la derecha populista, la alcaldesa nunca le hacía ascos a estrechar la mano morena de un obrero de Benicalap. Eso la distinguía de otros compañeros de partido, de maneras muy finas, chicos atildados que olían a colonia cara. En aquellos ambientes, Rita se tronchaba de la risa dejando ver todos sus dientes, bromeaba, tuteaba a interlocutores desconocidos, les pasaba la mano por la espalda, y así iban cayendo los votos calle tras calle, barrio tras barrio. Era un animal político, todo temperamento y demagogia, sin una sola idea original en la cabeza, según sus adversarios. Aparentaba ser igual de enérgica en su despacho cuando recibía a Miliki, el payaso, o al director José Luis García Sánchez, como pude presenciar en otras ocasiones. Tenía carisma, esa moneda de curso restringido.

Aquella noche, el periodista neófito acabó compartiendo asiento con miembros de la corte de honor en un autobús que los llevaba al barrio de la Malvarrosa. Era la última parada; podían ser las cuatro de la mañana. Cuando llegamos la alcaldesa ya estaba allí. En una calle —la memoria no me alcanza para recordar su nombre— habían instalado una discomóvil. La música era bakalao infecto, el chunda-chunda de los noventa (¿estaría pichando José Coll?). La alcaldesa entró, se dirigió al centro de la pista y comenzó a bailar. ¿La alcaldesa danzando al ritmo de Chimo Bayo? Enseguida todos los pelaos de la zona, buscavidas, traficantes de poca monta, tironeros, asaltaviejas e incluso gente de buen vivir, formaron un círculo en torno a ella y empezaron a aplaudir y vitorearla. Rita no paraba de bailar. Aquello fue el acabose. Fue un final de fiesta inolvidable.

Después de patearse la mitad de Valencia, el periodista acabó rendido, con los pies destrozados, humillándose para que un triste taxi lo recogiera para llevarlo a su apartamento de Pintor Salvador Abril, donde durmió unas horas antes de volver a la Redacción.

Después de años de gracia le llegó el declive

Aquel fue un año de gracia. Vinieron otros. Ella y los suyos se creían invencibles. Luego llegó el declive. A todos nos alcanza; a ella, que tal vez se creyó inmortal, también. Si gobiernas durante más de veinte años acabarás acumulando podredumbre en tu despacho, lo quieras o no. Es la naturaleza humana, que acaba siempre corrompiéndose. He tenido que leer la Biblia para aceptar esta dolorosa verdad.

El tiempo pasó, hasta hoy. Repudiada por los antiguos compañeros, enferma, murió sola en un hotel de Madrid, que es un buen lugar para morir. Su muerte nos permitió asistir a un teatro de sombras y lugares comunes, entre la hipocresía de los suyos y la descortesía de los lobos de Podemos, que no nos detendremos en recordar. Meses antes, en primavera, la vi paseando por el Parterre. Aún no había envejecido de manera prematura e irreparable. Llevaba uno de esos trajes de chaqueta tan vistosos. Se dirigía probablemente a unos grandes almacenes. Hoy se discute si le ponen una calle, asunto irrelevante para mí, la verdad, pero ¿qué pensaría de ello el pelao que la vio bailar house en una discomóvil de la Malvarrosa una noche de marzo de 1997?

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