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FILOSOFÍA Y ‘SOROLL’ 

Reflexiones filosóficas tras el ruido fallero

23/03/2022 - 

VALÈNCIA. “Pero entre la música clásica y el ruido, los animales prefieren el silencio”.  La escritora neoyorkina Sigrid Nunez en El amigo (Anagrama, 2019) —no es un spoiler, pero el amigo es un gigantesco enorme y artrítico gran danés— expresa así la querencia por la ausencia de sonidos de su mascota en particular y de los perros en general. Canes, felinos, cobayas y algunos bípedos comunes han sufrido durante los pasados días algo que a Rosseau —“El tumulto y el ruido los oprimen y los ahogan (los sentimientos), la calma y la paz los reaniman y los exaltan”— le habría impedido amar: el ruido fallero. 

La escena es la siguiente: el filósofo danés Søren Kierkegaard salta de la cama, con el tupé revuelto. No revuelto con la gracia de uno de los protagonistas de Pel de ric a bordo de un velero, sino con las greñas de los insomnes. Son las 03:21, es entre semana, chispea, y no hay nadie en la calle salvo un grupúsculo de falleros postadolescentes que pinchan para ellos mismos un mix precocinado de Spotify. Asomado al balcón, mira al infinito y recuerda la categoría existencial del silencio en su pensamiento. 

“Todo se logra a las calladas y se diviniza en silencio. No sólo es válido para el futuro hijo de Psique que el porvenir de aquél dependa del silencio de esta”, escribió el que está considerado por muchos como el primer filósofo existencialista.  El silencio, dentro de las categorías existenciales que trazó, está intrínsecamente relacionado con lo divino y lo demoníaco. Cielo e infierno (aka la Nit del foc). Lo demoníaco para Kierkegaard es lo súbito. “Lo súbito no conoce ninguna ley”, como las tracas a deshoras, que no conocen la normativa municipal de ruidos. Para el danés el silencio tiene dos caras relacionadas entre sí, el silencio de vida y el de muerte, no siendo este último negativo. Su atormentada concepción de la existencia le conducía a pensar que la disolución corporal es una muerte “suave y amigable” en la que se percibe “el brillo de la felicidad eterna”. 

Alain de Botton en Las consolaciones de la filosofía (Taurus, 2013) cuenta que para medir nuestro nivel de envilecimiento una técnica es examinar nuestra reacción frente al ruido. Para explicar el método pone como ejemplo una conversación entre Séneca y Lucilio en la que el primero se quejaba de los sonidos que emanaban de un gimnasio cercano a su casa. “Añade asimismo al camorrista, al ladrón atrapado y a aquel otro que se complace en escuchar su voz en el baño (…) al depilador que de cuando en cuando, emite una voz aguda y estridente”. 

Séneca trata de aceptar esta frustración en base a entender que las molestias ocasionadas nacen desde el desconocimiento. Explica de Botton “deberíamos confiar en que quienes hacen ruido no saben nada de nosotros. Tendríamos que interponer una pantalla entre el ruido exterior y la sensación interna de merecer el castigo. No deberíamos introducir interpretaciones pesimistas de las motivaciones ajenas en escenarios que no les corresponden. De este modo, el ruido nunca será algo agradable, pero no tendrá porqué enfurecernos: todo puede resonar por fuera con tal que por dentro no haya turbación”.  Alain de Botton no ha vivido en Ruzafa. 

Un señor, profundamente ateo y orgulloso de ello, llama a la policía local para que el cuerpo de seguridad disipe un botellón que es lo que aniquila la «voluntad de vivir» pero en plan lo contrario al ideal budista del nirvana, de la serenidad absoluta. Su fisonomía tiene el gesto permanente del enfurruñamiento. Calvo, con patillas y el pelo cano. Nació en Gdansk, el 22 de febrero de 1788. Se llama Arthur Schopenhauer. 

Schopenhauer, pese a admirar a Séneca, era reacio a su apreciación del silencio: “Yo, por mi parte, creo con firmeza desde hace mucho tiempo que la cantidad de ruido que cada uno de nosotros puede soportar sin molestia está en razón inversa de su finura intelectual y hasta puede servir de medida aproximada de sus facultades (…) El que en su casa tiene la costumbre de cerrar las puertas de golpe, en vez de hacerlo con cuidado, o consiente que lo hagan sus familiares, no sólo da muestras de mala educación, sino de incultura y grosería. No estaremos completamente civilizados mientras los ruidos estén expuestos a todo género de demasías y mientras se pueda perturbar las meditaciones de una persona inteligente con silbidos, gritos, martillazos, restallar de trallas o ladridos de perros tolerados por su dueño, a mil pasos a la redonda del que estudia”.  

Existe una interpretación etimológica del sustantivo valenciano soroll (ruido) que indica que la palabra puede proceder del verbo eixorellar (cortar las orejas). Las orejas y los oídos es lo que quería perder Marcel Proust para ser capaz de trabajar sin interrupciones. En unas cartas dirigidas a la señora Williams, su vecina del apartamento del 102 del Boulevard Haussmann de París, en el que Proust vivió entre 1907 y 1919 y en el que redactó En busca del tiempo perdido, el escritor expresa su gratitud por la preocupación de Williams respecto a la tortura sonora que Proust decía padecer: “Es usted muy gentil por preocuparse por el ruido. Hasta ahora es contenido y relativamente próximo al silencio. Todas las mañanas ha venido un fontanero de las siete a las nueve; es probablemente el horario que él había elegido. ¡No puedo decir que mis gustos se correspondan con los suyos!”.  En otra misiva continúa con su irónica queja: “Es probable que cuando esta cuadrilla filarmónica se haya dispersado, el silencio suene en mis oídos tan antinatural que, lamentando la desaparición de los electricistas y la marcha del tapicero, añoraré mi canción de cuna”.

Para el pensador Pablo d’Orts el silencio adquiere propiedades casi curativas. Para él, no hay mejor forma de autoconocimiento que sentarse con uno mismo a no hacer nada, o sea, meditar. ¿Es esa búsqueda de la quietud el paso previo a la creación cultural? Para Kant y su trascendentalismo, sí. Para aquella persona media que al día siguiente se tiene que levantar a las siete para conducir una hora de ida, otra de vuelta y trabajar ocho o nueve, también. 

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