Esta semana se ha cerrado con la ratificación parlamentaria, por apenas un voto de diferencia, de la reforma laboral aprobada por Decreto-ley por el autoproclamado gobierno más social de la historia de España. Todos nos hemos enterado de las dificultades del gobierno para sumar apoyos parlamentarios entre algunos de sus socios estables a lo largo de la legislatura (PNV, ERC, Bildu) o de otros partidos de las izquierdas periféricas, quebrándose así, quizás por primera y última vez, pero quizás como muestra de cierto cambio de dinámica, la mayoría política que ha venido conformándose desde 2018 en torno a esos polos, apuntalando los diversos gobiernos de Pedro Sánchez, ya en solitario tras la moción de censura, ya en coalición con Unidas Podemos. También del laborioso acopio de apoyos de partidos conservadores en vías de extinción, como Ciudadanos o el PDeCat, a diversas formaciones regionalistas, para intentar llegar a una mayoría alternativa.
Por último, del estrambote de votación final, decidida en favor del gobierno, in extremis y sólo gracias a un error de un diputado del PP, tras haber perdido la mayoría gubernamental el apoyo de los regionalistas navarros en el último momento. Sobre todo ello hemos hablado, y quizás seguiremos hablando, largo y tendido. ¡Casi tanto como sobre las extravagantes reglas y dinámicas de voto de la selección de Eurovisión!
En cambio, y es el signo de los tiempos, del contenido de la reforma laboral se ha hablado más bien poco. Es difícil que muchos ciudadanos sepan qué cambia en concreto el decretazo del gobierno finalmente convalidado porque, más allá de la fanfarria que nos aseguraba su enorme importancia por quebrar por primera vez la dinámica iniciada por los gobiernos de Felipe González, a finales de la década de los ochenta del siglo pasado, por la que cada nuevo cambio limaba más y más derechos a los trabajadores, poco se ha debatido sobre la significación e importancia de los cambios concretos introducidos.
Se ha hecho mucho hincapié, eso sí, en que esta reforma es consecuencia de un pacto entre gobierno, sindicatos mayoritarios y gran patronal, por un lado. Por otro, en que no logra ni siquiera revertir los elementos estructurales de la reforma laboral del gobierno de Mariano Rajoy, aprobada en 2012, en pleno contexto recesivo. Reforma que, a su vez, supuso un recorte adicional respecto de la aprobada en 2010 por el gobierno de Rodríguez Zapatero, una vez desencadenada con toda su intensidad la crisis de la pasada década en España.
Recordemos, además, que ambas reformas provocaron varias huelgas generales… convocadas por los mismos sindicatos que ahora pactan, aparentemente muy complacidos, conservar todos sus elementos estructurales. Pero todo ello, por mucho que permita cierto posicionamiento indirecto respecto de la cuestión, no deja de ser una aproximación que ni siquiera roza el núcleo del problema: ¿qué regulación necesitamos para garantizar unas condiciones laborales adecuadas para los trabajadores, y la debida seguridad y protección de sus derechos, pero también la flexibilidad y correcto ajuste de los incentivos que benefician la actividad económica, la productividad y el crecimiento?
Es particularmente llamativo que esta absoluta ausencia de reflexión sobre qué modelo de relaciones laborales queremos y necesitamos en nuestro presente y nuestro futuro próximo coincida con un momento en que no sólo hay un gobierno que se entiende vanguardia de los derechos sociales, sino también movimientos cada vez más intensos de desafección entre la población más joven y más precarizada. Ni un factor ni el otro parecen haber sido suficientes para desencadenar una reflexión o debate público con un mínimo de contenido. El modelo laboral imperante desde hace ya unos años, que combina inestabilidad congénita y paulatina desvalorización de la fuerza de trabajo, no es ya que no se ponga en cuestión, es que ni siquiera se le oponen mínimos matices.
Al menos una generación se ha incorporado ya al mercado laboral con esas coordenadas totalmente interiorizadas y vamos camino de que una segunda siga los pasos de la primera, en versión corregida y aumentada. Son esas generaciones, las que en condiciones normales más tendrían que esperar de un gobierno supuestamente social, de unos sindicatos potentes y de una reforma laboral que se pretenda ambiciosa, las que más abiertamente muestran desinterés por los contenidos de esta o de cualquier otra propuesta que venga del sistema de partidos. Y no por falta de criterio, sino todo lo contrario.
Como los primeros interesados que son, son también perfectamente conscientes de que ninguno de los contenidos de los que estamos hablando (ultraactividad de los convenios, que los sueldos no dependan necesariamente del convenio de empresa, recuperación de parte de los salarios de tramitación y alguna limitación más a la contratación temporal) están llamados a transformar ni siquiera marginalmente su situación y poder de negociación en un mercado laboral cada vez más hostil.
No es de extrañar, por ello, que procesos como este, por mucho que el gobierno enfáticamente nos repita que estamos ante la ley más importante de la legislatura, profundicen en los ya importantes sentimientos de desafección de capas cada vez mayores de la ciudadanía. La sensación de carecer de opciones efectivas de defensa de los propios intereses es una de las más perniciosas y disgregadoras en democracia. La convicción de que no estamos sólo ante una sensación sino, directamente, frente a la constatación de que así son las cosas y de que no hay manera de cambiarlas dentro de las posibilidades que ofrece el sistema, ni siquiera cuando mandan quienes supuestamente representan esos valores, lo es todavía más.
Hace ya casi una década, poco antes de morir, que Peter Mair nos explicaba hasta qué punto precisamente esta situación, y la contemplación de unas elites gobernando (a todo tren, eso sí) un vacío ideológico cada vez más evidente, constituían la columna vertebral de la decadencia de las democracias occidentales, y europeas más en concreto, de muy peligrosas consecuencias. Lo hacía en un contexto de cierta hegemonía conservadora en la Unión Europea.
En estos momentos hay, en cambio, una mayoría de supuestos gobiernos progresistas o, al menos, centristas con cierta autoproclamada vocación social, sin que ello parezca traducirse en cambios sustanciales. Bien por Mair, que clavó que el problema no eran esos gobiernos coyunturalmente conservadores sino una determinada estructura de poder que ha acabado por tomar las riendas que las supuestas izquierdas, a la vista está, no son capaces más de que vestir de palabrería social, algún postureo que otro y fotos emotivas de Instagram. Pero mal por la pinta que tiene esto (spoiler: el libro apunta hacia evoluciones no muy simpáticas de un modelo democrático así enhebrado) y peor aún para los ciudadanos menos favorecidos.
A fin de cuentas, y para que se perciba la enormidad de lo que estamos hablando, reforma laboral por reforma laboral, Mariano Rajoy en 2012 estaba respondiendo a una crisis económica de proporciones no recordadas en décadas, mientras que más o menos la misma estructura y marco para las relaciones laborales del futuro son las que nos propone Pedro Sánchez con la diferencia de que ahora lo serían para un contexto que, supuestamente, es de recuperación económica y de cierta ambición en cuanto al desarrollo y productividad del país ¡y además a cargo del gobierno más social!
A ver quién explica ahora a los trabajadores menos protegidos que a eso se limitan a día de hoy las opciones de cambio posible reales dentro del sistema, visto lo visto, cuando los sindicatos de clase mayoritarios que monopolizan este tipo de negociaciones, la CEOE e incluso el Partido Comunista de España están todos de acuerdo en que lo que hace apenas una década era inadmisible para todas las izquierdas en estos momentos es, simplemente, algo que por lo visto hay que agradecer. Decretazo mediante, además. ¡De nada, oigan! Todo sea por no perder las buenas costumbres.