Desde hace algún tiempo, la política industrial vuelve a aparecer en el discurso público. Empezó con las carencias de material médico en la primera fase de la pandemia, y ha seguido con los recientes problemas en las cadenas de suministros. La derecha, adicionalmente, ha estado denunciando últimamente la excesiva dependencia energética del gas argelino (parte del cual llegaba a España por vía de un gasoducto que pasaba por Marruecos, y que Argelia ha cortado como parte de su ruptura de relaciones con su vecino occidental), y habla mucho de “reindustrializar España”. Particularmente Vox, como parte de un giro populista-obrerista: se trataría de traer las fábricas de vuelta a España, para producir aquí lo que necesitamos y dar empleo a trabajadores españoles.
Estos discursos no están particularmente equivocados, ni son particularmente de derechas. Ni siquiera son particularmente nuevos: los ecologistas llevan 20 años criticando una política energética basada en la importación de hidrocarburos, y Julio Anguita llevaba 30 años denunciando la desindustrialización causada por los tratados de libre comercio firmados a principios de los 90. Pero verlos enarbolados ahora por ciertos sectores sociales (que simplemente los han aderezado con algunas perlas xenofóbicas sobre depender energéticamente de “los musulmanes”, o comprar productos fabricados por “el régimen chino comunista”) casi da vergüenza ajena.
Sobre la dependencia del gas argelino, que Abascal o Casado la denuncien es cosa buena (solo recordar que esta dependencia es hija en buena parte de Jose María Aznar, que como presidente del gobierno impulsó la construcción de un segundo gasoducto, el Medgaz, que no pasara por Marruecos y que ha llevado a que le compremos un 50% de nuestro gas a Argelia). Pero todo lo que digan del gas (que dependemos mucho de él, que apenas tenemos yacimientos y tenemos que importarlo, que se lo compramos a países geopolíticamente poco fiables…) se puede decir también del petróleo. Y sobre este no dicen nada. Con el gas, mal que bien, se puede criticar al gobierno, que al fin y al cabo es el responsable último de la política energética.
El ciudadano que llega a casa después de una dura jornada de trabajo y pone la luz no va a fiscalizar de donde vienen los electrones que entran por el enchufe. Pero el petróleo se quema casi exclusivamente en vehículos de motor de combustión. O por decirlo de otra forma: con el coche hemos topado. Y tras llevar años enarbolando un discurso obscenamente cochista, insistiendo en que el coche es esencial para nuestra sociedad, que las restricciones de tráfico por la contaminación son un suicidio económico y un atentado a libertades fundamentales (Madrid Central fue llevado por el PP hasta el Tribunal Supremo), que el transporte público es ingeniería social, y que si la gente quiere quemar 17 litros de gasoil en su SUV para ir a comprar el pan está en su derecho… decir que tenemos un problema con la dependencia de los hidrocarburos es, como mínimo, algo hipócrita.
Cosa similar pasa con la afamada reindustrialización. La desindustrialización fue causada en gran medida por los tratados de libre comercio, impuestos por el neoliberalismo rampante de los años 90 (al que también el PSOE en su momento se apuntó con particular celo): como los productos se podían importar de casi cualquier otro lugar del mundo (incluyendo países con salarios y condiciones muchísimo peores que los nuestros), solo fue cuestión de tiempo que las fábricas e industrias acabasen yéndose allí. No todas, claro: para la industria militar no hemos confiado en las bondades del libre mercado, y la agricultura ha sido subsidiada vía PAC hasta extremos que de aplicarse a la industria habrían sido acusados de planificación centralizada comunista. De ser malpensados, diríamos que esto tiene mucho que ver con que los agricultores son tradicionalmente sostenes de los gobiernos conservadores que impulsaron estos tratados.
Pero todo esto daba igual porque el libre comercio, decían sus apologetas, se encargaría a la larga de aumentar las economías de aquellos países lejanos, y sus salarios y condiciones acabarían igualándose a los nuestros. Solo era una fase. Ya hemos visto como acabó aquello: tras 30 años, nos hemos igualado… a la baja. A estas alturas, los acuerdos apenas se pueden revertir a nivel nacional porque se negociaron como tratados internacionales imposibles de reformar. Pero es que incluso si pudiesen reformarse, si lográsemos anularlos y traer las fábricas de vuelta y ponerlas a producir chips o microondas o smartphones para el mercado nacional protegidas por altísimos aranceles y regulaciones diseñadas para anular la competencia internacional… ¿saben qué pasaría? Que al día siguiente (bueno, quizás no al día siguiente, pero tarde o temprano acabaría pasando) los obreros de la fábrica se presentarían en el despacho de la dirección y dirían “nos van a subir ustedes el sueldo un 25% para compensar los 30 años de pérdidas de poder adquisitivo, y si no lo hacen vamos a la huelga y se acabaron los chips, los microondas y los smartphones en España”. Una vuelta a los años 70 en toda regla.
Porque “traer la producción y las fábricas a España” es lo que tiene: que entonces quienes controlan la producción y el suministro de los bienes vitales son los obreros de la fábrica. Y 1000 obreros altamente especializados en una solo fábrica no pueden ser sustituidos fácilmente en caso de huelga, pueden parar la producción muy deprisa (de hecho, basta con que lo haga una parte de la cadena de producción, y ya tiene que parar la cadena entera), y sobre todo son mucho más fáciles de organizar sindicalmente que 1000 camareros repartidos en 500 bares a lo largo de la ciudad.
Tener muchas fábricas en España/Europa protegidas del comercio exterior es algo que aumentaría muy significativamente el poder negociador de los sindicatos obreros y de la izquierda en general… Lo cual fue la razón original para que los gobiernos firmaran los tratados que mandaron dichas fábricas al Sudeste asiático: algunos porque no pudieron resistirse a la hegemonía neoliberal que lo defendía, otros porque desarmar a la izquierda era su objetivo explícito. Y por eso mismo no va a haber las reindustrializaciones masivas que algunos piden: se intentará montar alguna fábrica estratégica (lo más automatizada posible, claro) para hacerse la foto, pero dejando abierta la puerta a importaciones para desactivar huelgas, que para algo será un bien “estratégico” que no puede dejarse al albur de los sindicatos. Y ya.
(En honor a la verdad, la madre intelectual del cordero fue la derecha liberal, pero la derecha iliberal se apuntó entusiasta ante la perspectiva de robarle a las izquierdas una de sus armas más potentes. Ahora, esa derecha iliberal es la que intenta colar su mensaje xenófobo y anti-izquierda mediante la promesa de la reindustrialización; esa ha sido básicamente su reacción a la huelga del metal de Cádiz. Parece ser el sino de la derecha liberal española el resurgir cíclicamente solo para servir de trampolín para la derecha iliberal.)
Optar entre un modelo económico industrial y otro basado en el turismo no es (y nunca fue) una cuestión técnica: es una cuestión profundamente ideológica que va a determinar también la relación de fuerzas dentro de una sociedad. Un equilibrio ahora mismo netamente a favor de los rentistas (cuya principal palanca para la extracción de rentas viene siendo, precisamente desde hace 30 años, el sector inmobiliario) y en contra de quienes tienen que vender su fuerza de trabajo porque no tienen otra cosa. Que los mismos que causaron esto ahora pretendan revertirlo mientras le echan la culpa de todo a un supuesto “globalismo comunista” es obsceno… pero cosas peores han colado.