Reaparece en nuestras pantallas un título mítico, que ha impregnado el imaginario de nuestra infancia, juventud y madurez. Remozado con todos los encantos de la digitalización, se presenta ahora en gran formato y a todo color, dejando atrás los grises primitivos. Los tres jinetes del Apocalipsis, producida por Celtiberia Subventions y dirigida por Felipe Rey —aclamado autor de El guapo, el feo y el raro (2018)—, que tanto nos hizo reír y llorar, narra la historia de tres míticos centauros salidos de las profundidades del desierto, que dejan atrás un pasado turbio y confluyen en una ciudad sin ley, a cuyo tiránico sheriff quieren desalojar, si no colgar del árbol del ahorcado.
Como mandan las reglas del género, ellos tratan de restablecer el orden —cada uno el suyo, lo que confiere al filme una especial variedad, una iridiscencia que lo hace llevadero— y finalmente reciben su merecido. Ambientes, paisajes, escenas de masas, todo parece nuevo en este filme, que sin embargo es copia fiel de sus antecesores y trae los mismos aromas antañones y entrañables de lo atado y bien atado. El influjo que la sensibilidad posmoderna ha ejercido sobre Rey hace que las emociones del espectador sean menos intensas que cuando sus predecesores, los Jinetes Azules, en su cruzada, llenaban las cunetas y el suelo de los paredones con facciosos acribillados por las balas de la unidad, la grandeza y la libertad de la nación.
Si bien se percibe cierta flaccidez en su épica, pese al uso —que llega a resultar cansino— de montañas nevadas y banderas al viento, la genial construcción de sus protagonistas salva la originalidad del filme. Albert Orange, Pau Casat y Ponche Caballero son un conseguido ejemplo de personajes ultraliberales o ultraderechistas, respectivamente, todos ellos siempre limpios y repeinados pese a las malas condiciones del desierto, como Shane en Raíces profundas (Shane, 1953), aunque sin su acentuado glamour. Este, interpretado por el diminuto aunque agraciado Alan Ladd, hacía vencer al bien sobre el mal sin necesidad de tanta parafernalia.
Algunos críticos se preguntan quién es el protagonista e incluso hay cinéfilos que echan de menos el erotismo solapado del género, así como el liderazgo del grupo, que siempre da vidilla al relato. No es bueno, desde luego, que en un filme de aventuras, por ominosas que sean, no pueda nombrarse al jefe, al padre, al gran amante que resume en sí todos los valores y lleva la carga de la representatividad. Se da el caso, sin embargo, de que en Los Tres Jinetes del Apocalipsis dos de ellos son gemelos (Albert Orange y Pau Casat) y el tercero nos recuerda a los famosos jinetes domadores de Alabama de los Duques. Pudiera ser este el jefe del grupo, pero se lo impide su excesiva iconicidad hispánica conquistadora. Un relator hubiera venido al pelo para no tergiversar discursos y propuestas, pero Felipe Rey es poco amigo de introducir elementos tan ajenos a la esencia de lo que cuenta. No estamos rodando cosas extrañas en Burkina Faso, donde Werner Herzog se toma esta clase de libertades.
Albert Orange, cuyo cuerpo perfecto hemos visto desnudo en algunas producciones publicitarias, sería un buen líder si no fuera porque cuando se irrita parece estar haciendo pucheros, aparte de que carece por completo de soltura escénica y monta mal a caballo. En cuanto a Pau Casat, el más enterizo de la banda, máster en improperios y llamado 'Bocachancla' por sus enemigos en el filme, podría ser un buen jefe —por algo va siempre delante en su brioso corcel Caralsol—, pero le falta ese poso viril de John Wayne o de Charlton Heston, o ambiguo de Johnny Depp, que tanto ama la cámara. Porque, señores, no lo dudemos, o tienes o no tienes fotogenia, como decía Louis Delluc. La cámara te convierte en un titán o te maltrata, como en este caso. La palabra o el palabro llegan a predominar sobre la imagen, disminuyen la producción de oxitocina en el público y se echa a perder la relación entre la representación y lo representado. ¡Cuán difícil es el arte cuando falta la ayuda de la máscara y el coturno!
También convienen muchas voces autorizadas en que la escena final —por ahora— de los ciudadanos convocados por el trío para desalojar al tirano, hombre joven pero más maduro y favorito de la fortuna, es poco menos que un fiasco. Porque tras la promesa, en parte debida a los anchos paisajes en travelling y las músicas de Sostákovitch y de la Spanish Rhapsody, que nos hace esperar una afluencia masiva de los amantes del bien hacia sus adalides, he aquí que los montes paren un ratoncillo. ¡Ay, señor, cuántas buenas películas mueren anegadas por un final sin pasión, emoción ni transferencia! Por otra parte, ¿por qué habrán rotulado el final como “continuará”? ¿Tendrá esto la pretensión de constituir una saga del tipo de La guerra de las galaxias?
El filme de Felipe Rey se deja ver; es más, hay que verlo. Que no despierte entusiasmo pese a sus indudables valores, o que mantenga dividido al público y a la crítica, es cosa que forma parte del ADN de nuestro cine. Los renuentes alégrense la vista y el oído con el biopic de Freddie Mercury. El suyo sí es un buen puño en alto, al extremo de ese brazo increíble y tatuado que sale de la sexy camiseta blanca. Liderazgo y fotogenia, si no para un patriota libertador, al menos para pasar un buen rato.
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