Hoy es 9 de octubre
VALÈNCIA. -¿A que no sabes cuánto me ha costado esto?– me pregunta mi novia mientras saca un vestido nuevo de una bolsa de rebajas. Con un poco de sorna, y porque después de algunos años ya sé por donde van los tiros, le digo: 15 euros. Ella pone cara de circunstancia y niega: "¡Menuda tontería! Me ha costado 40, pero valía 100. A su vez, yo le pregunto que si ella hubiese pagado los 100 euros y me dice que no. Así que le reto: "¿Entonces cuánto vale?"
Esta conversación pone de relieve algo que resulta muy interesante: no tenemos ni idea de cuánto valen las cosas. O lo que es lo mismo, nuestras preferencias no están muy definidas, el valor que asignamos a un producto varía según el contexto.
Percibimos que una cosa que tiene un precio mayor es de mayor calidad (signifique esto lo que signifique) y si se rebaja este artículo, tenemos además una sensación de que nos estamos llevando algo mejor por un precio menor –lo que en marketing llamamos utilidad transaccional. Así, si pensamos en dos productos similares que están al mismo precio, pero uno de ellos está rebajado, vamos a tender a llevarnos el rebajado porque pensamos que nos estamos llevando algo de más valor.
Y es que, los precios al final son elementos referenciales. En la literatura de la Economía del comportamiento se suele hablar de una carta de vinos en las que si el vino más caro no se vende, no hace falta rebajar el precio, sino poner uno más caro. Esta afirmación se basa en la idea de que la gente no tiene un valor definido para un producto, no sabemos lo que vale. Tomamos
decisiones según las referencias externas que poseemos: cuánto valía antes, cuánto valen otros productos similares…
Podemos pensar que somos muy racionales a la hora de evaluar los precios, pero no es así. Tenemos tan poco claras nuestras preferencias sobre precios que las referencias externas, aunque sepamos que son irrelevantes para nuestra valoración, nos afecta. En un experimento de Ariely, Prelec y Loewenstein (2006) se pide a un grupo de alumnos del MIT –en principio, estudiantes bastante listos – que escriban los últimos dos dígitos de su número de la seguridad social como el precio de unos productos que se les muestra. Después, se les pide que den el precio que ellos están dispuestos a pagar en una subasta por esos mismos productos. En principio, no hay ninguna razón para
que el hecho de haberle dado un precio en base a tu número de la seguridad social afecte a tu disposición a pagar más o menos por un producto.
Sin embargo, los estudiantes con un número de seguridad social (dos últimos dígitos) mayor pagaron hasta 346% más que los que tenían números más bajos. Con los nuevos modelos de rebajas que están pasando de un periodo más o menos largo de tiempo a uno más corto cabe replantearse más aun cómo funcionan los precios y las referencias externas. Estoy pensando en el Black Friday, Cyber Mondays, y similares. Aquí no solo tenemos una referencia de descuento sino que, además, hay cierto sentido de urgencia. Algo así como ahora o nunca, si no lo haces hoy pierdes tu oportunidad.
Esta aversión a la pérdida (el impacto emocional que nos generan las ganancias es menor que el impacto emocional que nos generan las pérdidas de la misma cuantía) nos hace ser más proclives a comprar por un sentimiento de oportunidad perdida. Este es el mismo mecanismo que hace que reaccionemos más ante la posibilidad “de dejar de ganar 100 euros” –oportunidad perdida– frente a la posibilidad “de ganar 100€”. Quizá no seamos todo lo racionales que nos gusta pensar que somos y tanto como consumidores como empresas, tenemos que repensar la forma en la que entendemos los precios.
* Quique Belenguer es CEO de mints&brains || Inmerco