Esta semana yo tenía muchas ganas de escribir un textito amable y fresquito. Un artículo sobre los placeres estivales. Sobre margaritas y piscinas. Sobre si prefiero el Frigopie o el Drácula (siempre team Drácula). Lanzar un alegato a favor de la pizza con piña. Pretendía hablar de esas frivolidades que son refugio. Pero resulta complicado lanzarse a una oda al albaricoque y al estampado de lunares mientras observas el desmoronamiento paulatino de nuestros derechos. Cuando las violencias se expanden, se vuelve difícil cultivar la ligereza. ¡Con lo estupenda, gratificante y liberadora que es la ligereza! El penúltimo clavo ha sido el Tribunal Supremo de Estados Unidos dinamitando el derecho constitucional al aborto, pero solo se trata de un pasito más en la ofensiva reaccionaria que lleva años en marcha en distintos rincones del planeta. Sí, también aquí en casa.
Una ola conservadora que pretende arrasar con todo y que ya había mostrado de forma cristalina su hoja de ruta con las últimas campañas de odio hacia el colectivo LGTBI; un nuevo capítulo en las asfixias que afectan a otros muchos grupos vulnerables. Porque ninguno de estos ataques se producen de manera aislada ni por generación espontánea. La represión no se va almacenando en compartimentos estancos: siempre, siempre, siempre se extiende como una mancha de aceite por todos los frentes. Los Fruitis del autoritarismo tienen ya la maquinaria a todo trapo desplegando su magia y nuestros cuerpos siguen siendo un campo de batalla. Nunca dejaron de serlo.
En cuanto empiezan a aparecer grietas, sabemos que nos va a tocar volver a pelear por no ser consideradas personas de segunda categoría. Tratar, por enésima vez, de no vivir una regresión en el control de nuestras vidas y nuestros cuerpos. Porque de eso va toda la vaina, de ejercer el poder sobre las decisiones y el organismo de los otros. Ni provida ni paparruchas en vinagre.
Lo más devastador es que nada de esto puede pillarnos por sorpresa. Se ha explicado en 200 millones de ocasiones que cada centímetro ganado por la extrema derecha suponía un retroceso para las libertades de gran parte de la población. Que la complacencia con los ultras iba a tener consecuencias en nuestra carne y nuestra mente. Los que ahora se rasgan las vestiduras porque han descubierto que en los casinos se juega nos han estado llamando histéricas, exageradas, inquisidoras y fundamentalistas mientras ignoraban (o incluso alentaban) el panorama que se avecina. Y, vaya por dios, resulta que, al final, los inquisidores que obligan a los demás a vivir bajo los códigos de su moral son… ¡los de siempre!
Por supuesto, ninguna legislación impuesta por las brigadas del alcanfor impedirá que las mujeres aborten. Ya lo hacían antes de que fuera legal y, de hecho, lo siguen haciendo en todos esos territorios en los que todavía está penalizado o muy restringido (que no son pocos, por cierto. La cruzada contra la interrupción voluntaria del embarazo une a los retrógrados más allá de las fronteras). Simplemente, esas mujeres que han decidido abortar lo harán mucho más asustadas, con muchas menos garantías sanitarias y con muchísimas más probabilidades de acabar muriendo desangradas en la camilla de algún antro en el que se practiquen abortos clandestinos a bajo precio. Porque, por supuesto, esto también es una cuestión de clase; de poder pagar un viaje, una clínica, una intervención segura.
Y claro, todo el tiempo que dedicamos a defender lo ya conseguido no lo empleamos en construir nuevos horizontes. Atrapadas en el naufragio de un presente quebradizo, se difuminan futuros posibles y más esperanzadores. En lugar de imaginar, debemos estar siempre alerta, nunca dar ninguna conquista por totalmente consolidada. Ningún logro es definitivo cuando se trata de nuestros derechos, la involución es un peligro que asoma las orejas en cuando el escenario se vuelve propicio. Por suerte, no estamos solas en nuestra habitación. Tendremos que ir pidiendo a Argentina 400 toneladas de pañuelos verdes.