Mis cinco lectores saben que no soy un amante de la tempranillo, sobre todo de la que puebla los páramos vallisoletano y burgaleses, pero el panorama del vino español no puede prescindir de la Rioja y de sus bodegas punteras.
Juan Carlos López de Lacalle no es marqués ni hereu, es la cuarta generación de viticultores y el primero con formación enológica y talento para alcanzar la cumbre de las bodegas emblemáticas capaces de marcar el rumbo de una región. Fundó su bodega Artadi (lugar de encina en vasco) en 1985, empezando como socio de una cooperativa que elaboraba las uvas de dos pueblos de la Rioja Alavesa (Laguardia y Elvillar). En 1992 se quedó solo al frente de la bodega y empezó un proyecto que abarca cuatro zonas productoras: Rioja; Alicante, con El Sequé; Navarra, con Santa Cruz de Artazu, y Guetaria, con el espumoso Izar-Leku.
La profesionalidad y la personalidad arrolladora de Juan Carlos le permitieron situar a Artadi (con su Viña el Pisón) en el gotha de las bodegas nacionales, pero su vertiente inconformista le llevó a salirse de la denominación más prestigiosa del país, reivindicando la necesidad de una clasificación de zonas y pueblos dentro del extenso viñedo riojano, cosa, a los ojos del entendido foráneo, lógica y necesaria. Pero ya sabemos que los caminos de la burocracia son inexplicables para la mente humana y que los intereses de la industria en una región que produce millones de botellas son un arma apabullante en contra del sentido común.
El resultado es que, en 2015, Juan Carlos se sale de la DOC Rioja y empieza a producir vinos parcelarios con nombre propio, comenzando una revolución que está destinada a propagarse como un incendio en un matorral si la zona, que está atravesando una profunda crisis, quiere sobrevivir e intentar competir con las más boyantes regiones galas o itálicas.
En 2022 se produce el relevo: llega el turno de la sexta generación, personificada en los hermanos Carlos y Patricia. Carlos pertenece a una hornada de enólogos más viajados y, sobre todo, más bebidos. Jóvenes elaboradores que han tenido la suerte y la posibilidad económica de desplazarse y descorchar; gente que sabe situar Castiglione Falletto, Fixin, Saint Emilion o Margaret River en un mapa y que tienen una visión global del mundo del vino. Los efectos del cambio generacional empiezan a manifestarse en los vinos: un uso más equilibrado de la madera, utilizando recipientes de mayor volumen (barricas grandes y fudres), la praxis ecológica en el viñedo y la mínima intervención en bodega están convirtiendo los vinos de Artadi en productos más elegantes, más fluidos y disfrutables, sin tener que esperar años de botella para domar los taninos.
Lo más interesante y cautivador de la nueva filosofía es la reivindicación del pasado: la recuperación de la sabiduría de los ancestros que lidiaban con la naturaleza sin el auxilio de la tecnología y, sobre todo, de la química. Vista la desproporción de las fuerzas en juego, la única posibilidad para el hombre era la búsqueda del equilibrio y de la armonía, no la confrontación o el sometimiento pregonados por la industria.
¡Ojo! El planteamiento no se adscribe a una reinterpretación ludista, anacrónica en la época de la inteligencia artificial; de hecho, se fomenta el uso de tecnología puntera, como los drones para los tratamientos sanitarios del viñedo. Lo que ahora prima es la concienciación de que la uva es el fruto de un ecosistema vivo. Es la defensa de la idiosincrasia de los viñedos históricos y su comprensión más exhaustiva. Es querer transmitir al consumidor un paraje, una cultura centenaria, que hace únicos e irrepetibles a los grandes vinos. Es querer jugar la Champions con Borgoña, Barolo, Burdeos, etc. Y, por lo que hemos podido catar, parece que, en el 2024, el joven Carlos lo ha conseguido. ¡Ojalá pueda seguir muchos años por el camino de la excelencia! Salut!
* Este artículo se publicó originalmente en el número 128 (julio 2025) de la revista Plaza