En Parthenope, la última y bellísima película de Paolo Sorrentino, la protagonista, interpretada por Celeste Dalla Porta, conoce al cardenal Tesorone (Peppe Lanzetta). En una de sus conversaciones, su eminencia, enamorado de la joven como todos los hombres que la tratan, le confiesa: «Al final de la vida sólo nos quedará la ironía». En efecto, la ironía distingue a los escépticos. Su manejo requiere inteligencia. Por eso, en este tiempo dominado por analfabetos funcionales, se cultiva poco.
La ironía será un refugio cuando no quede nada por lo que luchar. Pero no sólo nos quedará la ironía como desquite ante los fracasos de la vida; también saldrán a nuestro rescate las cosas, ofreciéndonos el cariño que nos niegan las personas. Cercano está el día en que las cosas me importen más que mis contemporáneos. Las cosas ocuparán el vacío de los familiares y amigos muertos. Hasta la última jornada seguiré comprando objetos innecesarios. Me sentiré menos solo adquiriendo una americana verde de Pedro del Hierro en Cortefiel, y un reloj Tissot en El Corte Inglés. La ropa y los complementos son importantes para mí. Antes no lo eran; ahora me permiten maquillar la decadencia.
Cada mañana, cuando me subo al metro, anticipo de lo que será este país en pocos años, observo un rosario de cosas. Las camisetas sin mangas de los turistas alemanes que se dirigen al aeropuerto; los pantalones de campana de las adolescentes peinadas a lo Massiel; los vaqueros cubiertos de manchas blancas de los obreros suramericanos; la mochila de la profesora de enseñanza secundaria, con su cantimplora, una banderita arcoíris y una chapa con la leyenda Mazón a prisión. Muchos jóvenes varones llevan pendientes. Además, se ha puesto de moda lucir una cruz en el pecho.
Antes de bajarme en Ángel Guimerà, veo mi cartera manchada de tiza, entre mis pies. En su interior hay manuales, una libreta, exámenes y bolígrafos. Si por mí fuera, acabaría en la basura, con las bolsas marrones de Primark que encuentro en el contenedor. No sé si me producen más tristeza o asco. Primark, Shein y Lefties son marcas abominables.
Idéntico rechazo me despiertan los auriculares con que algunos pasajeros se aíslan de los demás. Pero soy un poco como ellos. Mi forma de desaparecer es ocultarme bajo unas gafas Ray-Ban. Están como el primer día que las compré en una óptica de la calle San Vicente. Allí he vuelto a graduarme la vista, y mi pituitaria recuerda el perfume de la mujer que me atendió, rubia, esbelta y femenina, con las uñas pintadas de rojo sangre.
En ocasiones yo también me perfumo. El frasco de Armani está medio vacío. En el aseo convive con objetos tristes y modestos. El papel higiénico salpicado de gotas comparte espacio con la cuchilla Gillette, el cepillo eléctrico, el tubo de pasta Sensodyne, el contorno de ojos Deliplus, la crema antienvejecimiento L’Oréal, unas tijeras y la cera Nelly para el pelo canoso.
En cambio, hay objetos que evocan los días de plenitud. Las fotos de mis padres y amigos; el retrato de la primera promoción de mis alumnos; el Cristo crucificado del despacho; los cuadros de tía Memé y las jirafas de mamá que decoran el dormitorio. Recuerdos de un pasado irrepetible. El futuro es el coche comprado tras perder mi viejo Opel Astra en la riada. Toyota ha entrado en mi vida como un amigo de la infancia, título que reservo a mis libros —en mi mesita de noche descansan los cuentos de John Cheever—; la botella de vino El Miracle y la televisión Panasonic en la que veo series como Outlander.
Yo soy yo y mis cosas. Ellas hablan de mí mejor que nadie. ¿Por dónde empezar si tuviera que desprenderme de objetos? Por ese invento de Lucifer, llamado móvil. Y por el despertador Casio, que suena a las siete de la mañana, recordándome que he de ganarme el pan con el sudor de mi frente.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 128 (julio 2025) de la revista Plaza