La Ciudad Condal está de capa caída, o por lo menos esta es la sensación que nos llevamos los que la visitamos asiduamente. No sabría si achacarlo a las metástasis de ese cáncer hiperagresivo que es el turismo de masas (que amenaza con degradar nuestra querida urbe también) o atribuirlo al reflujo de una ola expansionista, a nivel arquitectónico y económico, que ha ido perdiendo fuelle, sobre todo en comparación con el archienemigo de la meseta.
Por suerte, al ser Cataluña, en general, una avanzadilla en cuanto a gastronomía se refiere, aún podemos disfrutar de muchos rincones del buen comer y mejor beber entre el Besós y el Llobregat. En víspera de las vacaciones pascuales, aprovecho para recomendar unos cuantos lugares de disfrute vinícola a mis cinco lectores, que seguramente estarán más que actualizados sobre el mapa del perfecto enópata barceloní.
Empecemos por uno de los veteranos de la oferta enológica: el céntrico La Vinya del Senyor, pegado a la catedral del Mar, donde su propiedad (entre los que destaca Quim Vila, de Vila Viniteca) pone a disposición centenares de botellas de un catálogo infinito, con una exhaustiva oferta por copas.
Relativamente cerca, los amantes del sin sulfito pueden encontrar los dos primeros templos del vino natural en España: el Ànima del vi y Can Cisca-Bar Brutal. Igual compensa aguantar la proverbial simpatía gala de Benoît (propietario del primero), que sumergirse en un magma de anglófonos que se han adueñado del segundo, pero la oferta en ambos, desde luego, es reseñable.
En la misma línea de los vinos 'libres' van el Monocrome, el Garage Bar y el otrora fastuoso Monvínic, que tras intentar ser un referente a nivel nacional y europeo entre los wine bars, ha rebajado las veleidades, convirtiéndose en un local llamativo para los bebedores sin prejuicios, dispuestos a conocer olvidadas regiones vitivinícolas y nuevos productores.
En la periferia encontramos dos joyas escondidas. El más reciente, Almarge en Badalona y, en la zona de la Fira, mi amadísima Granja Elena. Patricia es una sumiller inquieta, que ha sido capaz de convertir un bar de almuerzos (¡y qué almuerzos!) en un imprescindible punto de encuentro para cualquier amante del vino. Casi siempre toca compartir el angosto espacio con bodegueros y amantes de las burbujas que encuentran aquí un lugar donde aplacar su sed de manera sublime.
A esta lista, que podría ser bastante más extensa, hay que añadir un recién llegado de la mano de Joan Valencia (Cuvée 3000) en sociedad con Kim Díaz del bar Mut: Bodega Solera, donde, con un guiño canalla a las tascas andaluzas, se ofrecen centenares de etiquetas del catálogo de Cuvée 3000, que es otro referente de los vinos con mínima intervención.
Para acabar, cito tres restaurantes, para mí imprescindibles, para los enópatas de visita: Gresca, Al Kostat y, el más reciente, Suru Bar, nacido de una escisión del Gresca. Al Kostat goza de la colaboración de Bernat Voraviu (cara conocida para mis lectores) y de la cocina informal (aunque informal sea un término reductivo) del estrellado Jordi Vilà, que consiguen un verdadero deleite para el paladar. Los otros dos son auténticos templos para los bebedores de cualquier tipología: los iconoclastas y los buscadores de etiquetas. Es un lujo tener en pocos metros dos ofertas tan completas y rutilantes. Rafa Peña, de Grasca, es un loco del vino y un comprador compulsivo, y Sergi Puig, de Suro, fue su digno discípulo. Lástima que la relación entre los dos no sea demasiado fluida. Para los noctámbulos amantes de la volátil, está el Bar Torpedo, que, con una selección de vinos extremos, es apto para los estómagos con fuerte tolerancia a la acidez y sin problemas de úlcera.
Si puede entristecer visitar una ciudad mágica y con historia deturpada por las hordas de despedidas de solteros y bebedores sin criterio, por lo menos tenemos unos refugios donde refocilar el alma y disfrutar de nuestro néctar favorito. Salut!