La primavera se ha desparramado por los alrededores de Carrícola, en la Vall d’Albaida. Los almendros están llenos de flores y el campo se ve moteado por el rojo de las amapolas y el blanco de las margaritas. La vegetación asalta los caminos en un abril despampanante. El pueblo está tranquilo. Una mujer barre las calles de esta pequeña localidad y, de vez en cuando, pasa algún coche. Al alcalde le fastidia que el navegador confunde a los visitantes y les da un rodeo para llegar hasta el pueblo. Pero al final llegas, y allí, en esta localidad con menos de cien habitantes, todo parece discurrir a otro ritmo. El campanario, cada media hora, te recuerda que el tiempo sí pasa.
En la plaza, frente al ayuntamiento, vive Concha Sanz con Juan, su marido. Los dos se mueven con la ayuda de un bastón y Concha, que en septiembre llegará a los noventa, pide el brazo al que tiene al lado para avanzar más segura. Pero los dos se defienden. La mujer, que acaba de recibir un premio de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) porque lleva cincuenta y cuatro años dedicados a la observación meteorológica, abre, hospitalaria, las puertas de su casa al visitante y allá dentro, en la cocina, bajo un mural dedicado a Sant Miquel hecho con azulejos de Manises, ofrece unas empanadillas, que aún están calientes, y unos refrescos. El cristal de una alacena está lleno de estampitas y hasta una foto del papa Francisco.
Concha nunca se ha movido de Carrícola. Allí nacieron sus bisabuelos, sus abuelos, sus padres y su hija, Inma, la mujer que ahora le ayuda a anotar cada día la temperatura máxima, la mínima, la humedad y, si lo hay, la pluviometría. Como siempre han sido labradores no podían marcharse y dejar la tierra sin cuidar, así que los viajes, en sus ochenta y nueve años de vida, han sido contados. Esta mujer afable y hogareña cuenta que, a lo largo de su vida, le ha dado tiempo a visitar algo de Francia y algo de Portugal. En Francia aprovechó para ir a Lourdes. Y en Portugal, a Fátima. Explica que es creyente y que mantiene inquebrantable el hábito de ir a misa cada domingo.

- Marga Ferrer
La estación meteorológica está en un pequeño huerto que tienen a espaldas de la casa. Allí hay un limonero lleno de limones, un ficus enorme y una carrasca que, como los almendros, también está en flor. El olor a azahar y el zumbido de las abejas anuncian que, al fondo, también hay un naranjo lleno de flores blancas. La primavera está por todas partes. A su lado está la caseta. Juan se impacienta y la abre antes de que llegue Concha, que anda con más parsimonia, para descubrir que ese día están a 18,1º y 65,1% de humedad relativa. Abril acaba de empezar y la temperatura es agradable. Nada que ver con los récords anotados por Concha en su día: los -6,2º de enero de 1985 y los 46º del 10 de agosto de 1985. Ella es la custodia del tiempo en Carrícola desde 1961.
Concha no se fía y viste un jersey de cuello vuelto debajo de otro estampado con cuello de pico. Es una mujer pequeña, con los dedos finos y enjoyados y unos ojos curiosos. No sonríe demasiado, pero parece que está de buen humor. Se la nota cómoda en su casa, con sus trastos y sus recuerdos. Una casa heredada con salida a la plaza y a una calle trasera.
En una familia de agricultores siempre ha sido habitual estar pendiente del tiempo. Allí constantemente han vivido del campo y las condiciones meteorológicas marcaban el trabajo diario. Lo primero que hace Concha cada mañana cuando se levanta es asomarse a la ventana y mirar al cielo. No suele haber sorpresas: la noche anterior ya se ha acostado intuyendo el tiempo que va a hacer al día siguiente.
En su casa no sobró el dinero ni faltó comida en el plato. Ganaban poco, pero en el huerto tenían naranjas, almendras, algarrobas, trigo, cebada, melocotones y pequeños cultivos de temporada. Y en el corral, conejos, gallinas y huevos. «Así que nosotros hambre, gracias a Dios, nunca pasamos». No tuvieron la tentación de irse a Albaida, Ontinyent, Xàtiva, València o Alicante. La familia siempre fue feliz en Carrícola. Sus padres, Ramón y Concha, ella y su hija, Inma, que trabaja en Ontinyent pero sigue viviendo en el pueblo. Los hijos de esta, los nietos de Concha, sí que volaron lejos. El chico está en Palma de Mallorca y la chica, en Alemania. Concha los echa de menos, pero dice que habla mucho con ellos y que le encanta que la tecnología de estos tiempos le permita llamarles y verles la cara.

- Marga Ferrer
La afición por la meteorología le vino de familia, como casi todo en su vida. «Mi tío Rafael tenía mucha amistad con alguien del Servicio Meteorológico y, un día, me dijo que si quería me podía traer un pluviómetro. Luego vino la caseta para todo lo demás. Lo último que incorporé es un termográfico, o algo así, que no sé exactamente cómo se llama. Es una hoja que funciona con un mecanismo parecido a un reloj: le das cuerda y va dando vueltas anotando cada día la temperatura y la humedad. Yo hay días que ya no puedo salir, pero mi hija es la que va anotando los registros y yo, cuando puedo, voy con una chica que me ayuda en casa».
Concha mantiene muy buen aspecto. Es una mujer de corta estatura con una cabeza muy lúcida. Las piernas empiezan a fallarle, pero, si el terreno es plano y alguien la coge del brazo, ella no tiene problema en ir despacito hasta el antiguo lavadero, donde hay colgadas dos fotografías enormes en blanco y negro con varias mujeres frotando la ropa contra la piedra. Una de ellas es Concha. Juan levanta el garrote y apunta hacia el horizonte a través de uno de los arcos del lavadero. «Aquello que se ve allí al fondo es la Penya del Benicadell», informa. Benicadell es la sierra que hace de frontera entre las provincias de Valencia y Alicante. Pedro Altabert, el alcalde, se ha sumado a la comitiva y explica que el marquesado de Albaida dividió la sierra en varios trozos, para que cada municipio tuviera una zona de la montaña para abastecerse de leña y pasto para el ganado.
Todas las calles están adornadas con murales que hicieron varios artistas. La silueta de un gato negro está por todas partes. En la fachada de la casa de Concha hay uno. Y en el huerto, también. El cartel más famoso es el que hay a la entrada, que reproduce los colores y la tipografía de Coca-Cola para hacer un juego de palabras con el nombre del pueblo, Carrí-Cola, y un eslogan: La xispa de la Vall. Concha remonta ahora el carrer del bot, que recibe este nombre porque antes se jugaba allí a pelota, y cuando levanta la vista, contempla el campanario de la iglesia de Sant Miquel Arcàngel, que, como la catedral de València, parece que esté torcida porque antiguamente era una mezquita orientada a la Meca. Más al fondo, en la sierra, despunta la torre del castillo de Carrícola.

- Marga Ferrer
El pueblo es bonito y su gente ya está habituada a sus ritmos. Hoy es miércoles y eso significa que viene el médico y una enfermera para atender a sus pacientes de Carrícola. Así viven muchos pueblos con menos de cien habitantes, con asistencia externa para llevarles pan, correspondencia y otras cosas. Pero a Carrícola no tiene que ir nadie a ver qué temperatura ha hecho ese día. Para eso ha estado Concha durante cincuenta y cuatro años. «Bueno, al ser labradores casi que dependemos del tiempo, si hace sol, si llueve, si hace viento… Y eso, si te gusta, pues lo vas viviendo. Y a mí, que siempre he sido curiosa, me ha gustado tomar estos datos cada día».
Concha explica que en Carrícola no hace mucho frío en invierno ni el calor de Xàtiva en verano. «Generalmente, son inviernos suaves. A primeros de abril estuvimos a veintiocho grados y eso es una temperatura inusual en esta época del año». Toda esa información la coge Concha y se la facilita periódicamente a Aemet para que conste en sus registros. Pero, además, desde los tiempos de Canal 9, la mujer llama a mediodía a la televisión pública valenciana y les transmite sus datos a los meteorólogos de la tele. Concha cuenta que tiene buena amistad con todos ellos y entonces, como para demostrarlo, se gira, dentro del salón de su casa, y señala un ramo de flores que le trajo uno de ellos, Joan Carles, hace unos días cuando fue a visitarla.
El salón tiene el encanto de las casas de pueblo. Con un enorme reloj de pared en una esquina y una mesa pequeña llena de retratos de toda la familia. Concha sale en varias de ellas junto a Juan y la familia de su hija, con sus nietos sonrientes. Detrás hay una en blanco y negro con una pareja vestida elegantemente. Son sus padres y es muy probable que fuera el día de su boda. Ya hace tiempo que murieron. También su hermano, Rafael, que durante años le ayudó en la observación meteorológica. Cuando falleció su hermano, ella, mujer y de una época en la que la mayoría de las mujeres no salían de las tareas domésticas, preguntó si podía continuar con ese menester. Y ahí sigue, con la ayuda de su hija, sin fallar ni un día.

- Marga Ferrer
Concha todavía conserva los blocs con todas las tarjetas donde ha ido apuntando todos los datos. Es una ocupación que le ha gustado y que ha llenado los tiempos muertos. En Carrícola, a ojos de un urbanita, no hay mucho que hacer. Por eso los días de fiesta son más que una fiesta en este tipo de pueblos. En los años sesenta y setenta comenzó la despoblación. Los jóvenes se casaban y se marchaban a los pueblos más grandes de alrededor. De ciento veinte o ciento treinta pasaron a sesenta y siete habitantes en 2000. El Ayuntamiento, entonces, decidió hacer una promoción de viviendas y eso atrajo a algunos jóvenes. Cada nacimiento se celebra, y el alcalde habla de la llegada de dos bebés como un gran acontecimiento. Y lo es. Los más mayores son Concha y otro hombre que también va camino de los noventa. La tía Carmen, una de las más mayores, les dejó cuando la pandemia.
Las fiestas en honor a Sant Miquel se celebran la última semana de septiembre. Esos días también se venera a los Sants de la Pedra porque son los protectores del campo, y el campo, allí, lo es todo. El domingo es el día grande y bajan al Cristo de la ermita. A Concha se le ilumina la cara y sonríe al recordar las fiestas de su pueblo. Esos días ella cocina el plato típico de Carrícola, un guiso con varios tipos de carne y verdura, según la receta que le enseñó la abuela Francisca. Y luego enfatiza que su madre siempre le decía que a este plato no se le pone ajo. Concha, modesta, no dice si le sale rico este plato, pero el alcalde asiente para dejar claro que sí, que tiene buena mano.
Concha nos lleva hasta la cocina. No piensa permitir que nos vayamos sin habernos dado de comer y beber. Ella aprovecha la reunión y la ausencia de su hija para abrirse una Coca-Cola, brebaje prohibido si ella está delante, y echarse unos tragos casi clandestinos. Se come una empanadilla de espinacas y le da varios sorbos al refresco. Luego, cumplidora, Concha nos acompaña hasta la puerta para despedirnos. Abre la puerta y vuelve a mirar al cielo. Se queda un rato observando y al final dice: «Creo que esa nube traerá lluvia a la tarde».

* Este artículo se publicó originalmente en el número 126 (mayo 2025) de la revista Plaza