El plan GREAT Trust para la 'reconstrucción' de Gaza, desvelado por el Washington Post como previa a la Asamblea General de Naciones Unidas, lleva por título un vomitivo eufemismo —Fideicomiso para la reconstitución, aceleración económica y transformación de Gaza—, muy propio de quienes lo han urdido: trabajadores israelíes de la organización que reparte más disparos que comida y tiene la desfachatez de llamarse fundación humanitaria. Consiste en quedarse unos años con la franja antes de cedérsela a Israel y encerrar o echar a los palestinos que queden vivos por cinco mil dólares más subsidios para alquileres y manutención. Aunque sean dos millones de personas a las que quieren expulsar, a la industria armamentística y a los especialistas en rapiña e inversiones inmobiliarias siempre les salen las cuentas. Mucho mejor si encima hay playa.
Esa Riviera de Oriente Medio es el final feliz ideado por Trump para ayudar a sus socios israelíes a finiquitar un conflicto histórico y, de paso, pisotear a la ONU, por decirlo finamente, junto a los derechos humanos, la legalidad internacional, la libertad de prensa y otros grandes conceptos amados en Europa, que no merece ni un puntapié porque ni está ni se la espera.
Con el objetivo de apropiarse de otros territorios anhelados para sus propios intereses geoestratégicos, los Estados Unidos están poniendo en marcha tácticas menos sanguinarias pero también clásicas: agitar el avispero para azuzar el descontento de algunos, en este caso, de los groenlandeses molestos con Dinamarca.
Con todos mirando a Gaza y Ucrania, EEUU no ceja en su empeño de hacerse con la segunda isla más grande del mundo. A finales de agosto, los informativos daneses abrían con la tensión generada tras conocerse injerencias para manipular la opinión pública de Groenlandia en contra de la soberanía del país europeo. Como en las películas de espías, funcionarios de la administración Trump estarían identificando a las personas influyentes en la política local para meter cizaña, recordando los agravios de la antigua metrópoli, que no son pocos ni pequeños. Un día antes, la primera ministra pedía disculpas a las al menos 4.500 mujeres inuit a las que colocaron dispositivos anticonceptivos intrauterinos, a muchas sin su consentimiento, para controlar la natalidad entre los indígenas. Decía la socialdemócrata Mette Frederiksen que casos como este habían afectado al modo en que se percibía al reino, que ha esperado a sentir el aliento trumpista para mostrar arrepentimiento.
En la más blanca que verde isla viven solo unas 56.000 personas, por lo que la anexión a golpe de billetera sería mucho más fácil que el vaciado forzoso de gazatíes. Solo es preciso conseguir que decidan en referéndum independizarse de Dinamarca y pasar a estar bajo dominio de los yanquis, que atesoran experiencia en comprar amplias extensiones de terreno con habitantes incluidos. Ya intentaron, en 1946, adquirir Kalaallit Nunaat, como la llaman los inuit, por cien millones de dólares en oro. En el siglo XXI para ampliar la nación con una región autónoma de un país europeo con la mayoría de las competencias transferidas, con un subsidio anual y con derecho a decidir, solo hace falta un poco de paciencia y subir la cifra a repartir. La cantidad de minerales críticos, tierras raras y su posición en un Ártico descongelándose por el cambio climático bien valen ejecutar técnicas de ingeniería social a través de las redes para localizar a quienes estarían a favor de pasar a ser mantenidos por los del otro lado del Atlántico. Una estrategia, además, ensayada con éxito por el propio Trump y mucho mejor aceptada que la invasión militar o las amenazas a Dinamarca para que renuncie a las tierras donde llegó, en el 982, el vikingo Erik el Rojo.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 129 (septiembre 2025) de la revista Plaza