Hay una serie de mantras, de lugares comunes, donde quien ostenta el honor de representar a los ciudadanos se siente cada vez con mayor comodidad. Expresiones recurrentes: «Sentido común», «meritocracia», «gestión», «la gente normal», «la clase media trabajadora». También hacen uso del insulto o de la acusación, del intercambio de golpes en el ring parlamentario, sin otro objetivo que el de salir airosos en los minutajes televisivos, radiofónicos o, sobre todo, de los reels. A ello se unen los mantras del poder: palabras que, en su día, llegaron a significar tanto y que, ahora, de usarlas con abuso, no aportan nada, pero que a la clase política les sirven, porque lo sostienen todo.
Lo terrible es que, si siguen vomitándolas, es que deben funcionar. Como si esas consignas bastaran. Alguien me dijo que pueden llegar a gustar porque reducen la realidad a un eslogan. Pero de eso debe tratar la comunicación y la estrategia política; ¿no? Siempre he entendido que lo que mandan los cánones era aquello de mensajes cortos, claros y concisos. Llegar al votante. Pero parece que ahora eso ha quedado reducido a la más mínima expresión.
El sentido común. Tampoco es cuestión de ponerse a desglosar cada uno de ellos, ni ponerse filosófico. Pero sí podemos hacer un esfuerzo sobrehumano y medio profundizar en alguno. Lo que puede servirnos de guía de hasta qué punto se ha tornado todo tan mediocre. Por ser magnánimo, claro, aunque, en honor a la verdad, los hay dignos merecedores de ostentar esa nuestra sagrada representación. Así que iniciamos este breve viaje, por el travieso «sentido común».
Al invocarlo, los políticos intentan simplificar temas muy complejos, farragosos o que, directamente, de profundizar, no lograrían captar al votante y, en algún caso, ni a los compis de bancada, escrito sea con todo el respeto del mundo. Se viene a usar como una suerte de comodín para evitar otros debates, y suele servir para descalificar al adversario, y así parece que sus presuntas propuestas parezcan ilógicas, irracionales. El sentido común tiene mucho de superioridad moral. Es la nueva superioridad moral. Es decir, es la forma vanguardista de decir: «Porque me sale de las entrañas», «porque yo lo valgo».
La gestión. El mejor acompañante del sentido común es la palabra «gestión». Se ha convertido en un mantra que cura cualquier dolor político. «Nosotros gestionamos». «Venimos a gestionar». Es fascinante su uso, porque, entre otras cosas, evita hablar más de ideología. A veces, muchas, su uso parece que tiene que ver con la ausencia de un proyecto claro, o de ideas, que es peor.
La buena gestión —la de verdad, no la retórica— es necesaria, pero a eso vienen, ¿no? A gestionar, no a palabrear. O a llenar el vacío. Porque es lo que temo que sea en realidad. Un recurso para salir del paso. Una herramienta de Mickey Mouse (quienes hayan tenido hijos saben de qué les hablo) que solventa el problema.
La política, ese noble arte al que me enganché de jovenzuelo, ha dejado de ser un intercambio de ideas para convertirse en una competición de golpes y de bajeza oratoria. Ahora, cualquier cosa nos parece sublime. Aunque se haga para ganar influencia en redes sociales a base de chanzas y zascas. El caso es que la política ha dejado de enriquecer. Un catálogo de conceptos blandos e insultos que permiten sobrevivir sin aclarar nada, sin aportar nada. Y, como apuntábamos, a lo peor, la ciudadanía puede que los haya aceptado. Que los reconozca o que los acepte, que se resigne y, entonces, acabe legitimándolos. Y ahí está el peligro. En la resignación. En la aceptación del simplismo, de lo vacío, de la nada. Los políticos lo saben. Y por eso insisten. Quizá todo esto requiere de sentido común y de gestión, de buena gestión, claro, por nuestra parte.
Posdata. Aunque ya estaría cerrado el artículo, no puedo acabarlo sin escribir sobre algo que me corroe desde hace años. Lo de «la clase media trabajadora». Cada vez que el político o el periodista de turno hacen referencia a ello, me entra ardor estomacal. No entro en los trabajos y estudios de Karl Marx y Max Weber, que fueron quienes comenzaron a analizar y clasificar las estructuras sociales y económicas de la sociedad. No. Porque soy un convencido y, para eso tengo superioridad moral confesada, que lo de la clase media fue un invento de las clases altas para hacernos creer que éramos más que el proletariado, que la clase obrera. Para callarnos, como siempre. Y ahora se ha ido actualizando el término hasta ese de 'clase media trabajadora'. Vamos, que a la ‘clase media’ de antaño le ha pasado algo raro y sufre la inseguridad laboral, la necesidad de equilibrar el trabajo y la vida personal, y la dependencia de un salario regular. Las penurias de quien era ‘clase trabajadora’, sin ser media. A lo mejor será porque todo se ha encarecido, porque todo ha subido salvajemente menos nuestro sueldo. Mantras, eslóganes, basura.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 132 (diciembre 2025) de la revista Plaza