Voy a ir al infierno por mala persona. De nada me valió educarme en los Salesianos, ni que mis padres me enseñaran la diferencia entre el bien y el mal. Mi corazón es duro como una piedra. Me tapo los oídos cuando algún desdichado me viene con la cantinela de la solidaridad. No soporto la palabrería de los nuevos catequistas. Se les distingue por beber agua tratada del grifo e ir a meditación dos veces a la semana. Yo, en cambio, no he leído un libro de autoayuda en mi vida. No lo necesito porque soy un caso perdido, es decir, un desecho humano. El mundo se divide entre personas generosas como la señora Colau y la niña Greta, y seres abyectos como el que escribe estas líneas torcidas.
Mi última canallada es no haber firmado un manifiesto a favor de Gaza, en el trabajo. No es que me parezca bien lo que ha hecho Netanyahu, más bien todo lo contrario; es una barbaridad. Lo que ocurre es que si defendemos los derechos humanos, no cabe ser selectivos. El manifiesto de marras olvidaba a los 1.200 asesinados por los terroristas de Hamás el 7 de octubre de 2023. Violaron a mujeres, mataron a niños y a ancianos. Pero al parecer no son merecedores de la compasión de algunos colegas.
Otra prueba de mi envilecimiento es que evito, en lo posible, el transporte público, particularmente los trenes. No hace falta explicar el porqué. Ahora que tengo coche nuevo, he descubierto la pasión por conducir. Y si contamino, ¡qué se le va a hacer! Más contaminan los chinos, y nadie les tose. Llegué tarde a salvar el planeta. Otros más valientes e ingenuos lo harán por mí. Con extrañeza observo a los compatriotas que se declaran vegetarianos o veganos. No entiendo cómo se puede renunciar a uno de los placeres de la vida. Si me privan de un buen chuletón de buey, me matan.
Entre los de mi generación hay un porrón de malvados. Esto hace que no me sienta tan solo. Nos llaman boomer con asco. Para algunos jóvenes, somos sujetos despreciables porque tenemos un trabajo fijo, ganamos ¡más de 1.500 euros al mes! y vivimos en un piso en propiedad. En cambio, ellos tienen trabajos de mierda, no llegan ni a mileuristas y siguen en casa de papá. Los culpables, evidentemente, somos nosotros, cincuentones con roña en el alma. Merecemos que nos arrebaten esos privilegios en la jubilación, y nos dejen con un subsidio para malvivir, como castigo por la buena vida que nos dimos.
Lo de haber trabajado toda una vida para tener un piso de ochenta metros cuadrados es de extremistas de derechas. Además, si pones la libertad por encima de la igualdad, te expones a la lapidación en X. No te digo lo que te espera si defiendes la existencia de los sexos masculino y femenino, y en una conversación de barra de bar, con dos copas de más, sueltas que los hombres y las mujeres son diferentes, lo que los hace maravillosamente complementarios.
Mira que me lo dijeron en la universidad: «Javier, debes escoger el lado correcto de la historia. Sé solidario, ecologista y feminista». Pero hice caso omiso. Me gusta chapotear en el barro, como un cerdo sin principios ni ideología, excitado ante la posibilidad de caer en nuevas tentaciones.
Soy una criatura de la oscuridad. Un apóstata del progresismo, un renegado de las buenas causas. Taimado y perverso. Cuento los días para acabar en el infierno en amable compañía. Allí me esperan el enamorado y su mujer catedrática, el hermano y su amigo íntimo, Ana Patricia, los obispos vascos y catalanes, Puigdemont y su proctólogo, todos los directores de cine nacidos en Ciudad Real, Negreira, los ministros de Educación, la familia Bardem, los inspectores de Hacienda, los Soros, los sindicalistas con fular de colorines… Será la mar de divertido estar con todos ellos, condenados al fuego eterno como justo castigo por desafiar a Dios y a la madre naturaleza.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 131 (noviembre 2025) de la revista Plaza