Cuántas veces he tenido que confesar que nací en el franquismo al explicar por qué en mi documentación oficial aparece María Teresa, cuando me llaman, firmo y respiro como Maite, con i latina. Supongo que les sucedió a muchas otras bebés de aquellos últimos años del régimen, cuando las jóvenes madres setenteras pensaban en esquivar los nombres de siempre, sobre todo el de una o las dos abuelas correspondientes. Si el soñado no estaba en el santoral no había discusión y, ya que había que conformarse, nos colocaban el María delante.
En mi caso con más razón, siendo el nombre que me tocaba el de santa Teresa, cuyo brazo incorrupto —mano en realidad— reclamó el Generalísimo junto a su lecho de muerte. Encontró la reliquia en febrero de 1937 al entrar en Málaga con sus tropas. Cuentan que la intentaba sacar del país un general republicano. Antes la custodiaban en un convento de Ronda, tras su paso por Portugal, después de que trocearan el cadáver de la carmelita al descubrirse en una exhumación que no se había corrompido un año después de su muerte en 1583. Según se leía en las crónicas, el Caudillo solía llevar la mano santa consigo en sus viajes y la guardaba en un lugar destacado de su residencia sobre un pequeño altar. A veces la trasladaba al dormitorio para que le velara el sueño. La conservaba por su especial devoción, sin afán acaparador, porque la compartía con la Iglesia para que fuera venerada en procesiones y misas señaladas.
Aparte de las exigencias del Registro Civil, poco más sabía yo del franquismo que no hubiera estudiado en la universidad. No me enteré hasta pasada la veintena de que mi abuelo paterno luchó por la II República en Madrid. Al caer la ciudad tuvo que huir campo a través hasta los alrededores de un pueblo del Campo de Calatrava, del que había salido muy joven. En la cama del Hospital General de València me contó quién fue aquellos años, antes de la guerra y durante el conflicto, cuando conoció a personas que eran para mí apellidos en negrita en los apuntes de Historia de España. Tuvo mucha suerte y no lo mataron ni encarcelaron. Pasó a ser un carpintero futbolero de perfil bajo y se casó con buen tino con mi abuela, a la que siempre vi vestida de luto, aunque murió antes que su marido.
Mi otra abuela vivía con nosotros y me enseñó a rezar y a coser. También iba de negro, pero sí era viuda, aunque no de guerra. Fue una peritonitis la que mató al padre de mi madre en otro lugar de la Mancha cuando ella tenía cinco años. Mientras fuimos niños, iba con mis hermanos y mis primos dos veces al año de visita a casa del tío que vivía en la capital de la provincia. Había sido alcalde del pueblo mucho tiempo y nos hacía gracia porque hablaba raro: una bala le había atravesado la mandíbula en una batalla. Esa historia y las armas que tenía en un aparador fue lo más cerca que estuvimos de la guerra civil española. Ahora sabemos que fue alcalde durante diecisiete años, de 1941 a 1958, en los peores años de la represión y la posguerra. Por amigos que fueron nietos de sus conciudadanos nos enteramos de sucesos que protagonizó y que nada se parecen al aguinaldo que nos daba en Navidad.
Me acuerdo muchas veces de mis abuelas vestidas de negro. Les encantaba Jesús Puente en Su media naranja. Pienso en cómo sobrellevaron su lugar en ese mundo franquista en el que no llegaron a pasar hambre, pero tampoco tuvieron más opción que casarse, tener hijos y luego nietos, sin derecho a abrir una cuenta corriente y condenadas a ser 'señoras de'. Ni siquiera creyeron que otra vida era posible. Desasosiega pensar que en estos tiempos se trivialice lo que supuso para la mayoría vivir en la dictadura, abusando, además, de la peor manera, de la palabra libertad.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 131 (noviembre 2025) de la revista Plaza