“¡Qué hostia!”. La noche del 24 de mayo de 2015 fue de las que se recuerdan. Tanto quienes no habíamos votado nunca en unas elecciones municipales en València que no ganara Rita Barberá como los propios protagonistas éramos conscientes de la dimensión histórica del hecho de que, tras 24 años de gobiernos municipales conservadores, las izquierdas recuperaran el poder en el ayuntamiento de València. Y no sólo eso, las proporciones de la “hostia” quedaban amplificadas por el hecho de que la nueva mayoría ni siquiera estaría liderada por el PSOE, muy capitidisminuido y que no llegaba ni a aglutinar un tercio del total de los votos de las izquierdas de la ciudad, sino por Compromís, algo que casi nadie había avizorado antes de la noche electoral (y menos aún habían previsto los sondeos, que por no haber intuido ni siquiera ponían en riesgo, en principio, la alcaldía de Rita Barberá, a diferencia del previsible cambio en la Generalitat valenciana, tras años de corrupción y descrédito generalizado de los gobiernos autonómicos del PP). En estricta correspondencia con la profundidad del susto que los resultados supusieron para las derechas locales, el caudal de ilusión y esperanzas que los votantes progresistas, en todas sus variantes y modalidades, depositaron en la nueva mayoría de gobierno fue, también, enorme.
Cumplidos ocho años, y tras una renovación relativamente sencilla y no traumática de la mayoría de gobierno en 2019, que incluso pudo repetir la gesta de lograr la victoria sin usar el colchón de votos de los partidos más a la izquierda, que quedaron fuera de nuevo con en torno a un 4,5% de los votos (que al no generar ningún concejal por no llegar al 5% requerido son, por así decirlo, “desperdiciados”, algo que le ocurrió a EU en 2015 y a Unidas Podemos en 2019), parece haber pasado suficiente tiempo como para poder evaluar en qué ha cambiado la ciudad en estos ocho años. Vamos, que ya podemos pasar de la hostia y la ilusión a centrarnos en la cotidianidad de la gestión y sus consecuencias.
Un análisis rápido nos dice que València está en el mapa y aparece en el radar de los destinos turísticos y ciudades más atractivas para vivir o viajar de Europa. De hecho, varias guías y reiterados reportajes internacionales, que las autoridades municipales publicitan con indisimulado agrado, así lo testimonian. Además, la ciudad, y especialmente el centro de la misma, está muy “bonito”, según la opinión más común (“qué bonita está València”, Rita Barberá dixit), gracias a algunas peatonalizaciones y a la reforma de plazas céntricas, a lo que también ha colaborado la ampliación de la red de carril-bici, pacificando en parte el tráfico en esas zonas. Fotos con bicis y peatones de fondo siempre quedan mejor como estampa para los turistas y revistas internacionales que atascos, ya se sabe. Pero no sólo eso, durante todos estos años se han acogido, y está previsto acoger aún más en el futuro, distintos eventos en la línea de los tiempos, desde eliminatorias de la Copa Davis a los Gay Games 2026. Como guinda del pastel, han llovido reconocimientos institucionales y la ciudad ha sido elegida Capital Mundial del Diseño 2022 o Capital Verde Europea 2024, e incluso se ha sido finalista de la competición por ser Capital Europea de la Innovación en un par de ocasiones.
Obviamente, no todo son luces porque no hay ciudad sin problemas, ¡ni siquiera la mejor del mundo deja de tener cosas mejorables! València sigue siendo muy hostil con el peatón, con un sobredimensionamiento poco habitual en Europa del espacio dedicado al vehículo privado, los precios de la vivienda están de nuevo disparados (y no digamos los del alquiler, que han alcanzado cotas nunca vistas, pero claro, ¡es que todo el mundo quiere vivir en un sitio así!) y el desarrollo urbanístico de las zonas de expansión sigue controlado por grandes constructoras y promotoras inmobiliarias, que diseñan los PAIs a partir de las modas dominantes en el mercado del suelo y de la vivienda liberalizada, con desarrollos cerrados con piscinas y servicios privativos, viales amplios y bajos comerciales cada vez menos frecuentes, al ser calles hostiles para el peatón y concentrarse la actividad terciaria en zonas estrictamente dedicadas a ello en forma de centros comerciales a los que acceder, también, en coche. Tampoco la dimensión metropolitana de la ciudad, ni en materia de planeamiento o planificación territorial ni en la gestión de las redes de transporte, ha avanzado demasiado; el Parc Central sigue inacabado tres décadas después de haberse presentado la maqueta y, eso sí, a cambio, tenemos ya un nuevo proyecto de túnel pasante para las cercanías y los trenes de larga distancia que eliminará de una vez el cul-de-sac de las conexiones ferroviarias a treinta o cuarenta años vista, si hay suerte; mientras tanto, Aguas de Valencia (con el alegre respaldo del ayuntamiento) sigue obteniendo un margen de beneficio sobre su monopolio en distribución de agua propio de una empresa europea trabajando en el África colonial con soporte militar que le permite extraer rentas sin pudor porque el libre mercado debidamente intervenido es el mejor sistema del mundo y funciona mejor captar al regulador que las bayonetas. Pero no dejan de ser problemillas menores, ya se sabe. Business as usual. Democracia moderna. Y, sobre todo, no dejan de ser, tanto las luces como las sombras, muy parecidas a las que podían comentarse en 2015. Rita Barberá estaría, en definitiva, bastante orgullosa y podría perfectamente emplear de lema “la millor ciutat, la millor alcaldessa” para dar cuenta de la transformación en curso. Las cosas buenas e importantes siguen por el buen camino y las malas, en realidad, tampoco son tan malas para quienes han de ir a votar, que es lo que cuenta.
Para quienes esa ya lejana noche de 2015 pudieron temer por el futuro de la ciudad y para quienes vivieron (no tengo ningún problema en confesarlo: vivimos) con ilusión la llegada del cambio estos ocho años han sido una lección de realismo y un aprendizaje. Si entonces el Mercat Central era alquilado y cerrado al público para fiestas de lujo de Prada a cuenta de la Copa del América, ahora lo es para cenas de tronío organizadas por el banco Santander para agasajar a invitados internacionales de empaque. Vemos pequeños cambios de enfoque, pero una continuidad fácil de trazar. Y todos tenemos ya claro y hemos interiorizado hasta qué punto cambiar el rumbo de las políticas locales profundas, estructurales, no es nada sencillo, No lo es en cuatro años y tampoco en ocho. Y no lo es por muchas razones: por la presión de la ciudadanía, habituada a los modelos de siempre; también porque los propios trabajadores públicos que han de ejecutarlos tienden a preferir repetir modelos, como nos pasa en realidad a todos en nuestro trabajo; porque cualquier cambio suele ser vivido como traumático y conflictivo por los medios de comunicación, de modo que es más cómodo y seguro dedicarse a la gestión de la cotidianidad que arriesgar la reelección aportando algo diferencial; pero también porque vivimos tiempos en que los consensos políticos en una sociedad como la valenciana son de un perímetro bastante limitadito, pero del que no se sale casi nadie, especialmente en el ámbito local. Por último, y más importante, porque se puede aspirar a cambiar desde la izquierda el modelo económico y de reparto de la economía local o a imponer el revolucionario mandato constitucional de que las plusvalías urbanísticas sean públicas, e incluso se puede pretender modernizar y civilizar las fiestas y tradiciones en vez de competir por convertir la Ofrenda de origen franquista a una Virgen (algo que por lo demás se hace en todas partes con igual cutrez casposa) en icono simbólico de la vida social, pero para eso hace falta, en primer lugar, tener ganas. Si no se tienen, ocho años se nos quedan cortos, sí… pero ochenta seguirán siendo pocos.
Tan estrechita y de orden ha sido la concreción y despliegue de políticas derivadas de la hostia electoral de 2015, que los diferentes partidos de la oposición representados en el ayuntamiento de València han tenido verdaderos problemas estos años para criticar la acción de gobierno liderada por Joan Ribó (Compromís) junto al PSPV de Sandra Gómez. Quizás ésa es la imagen que nos traslada con más claridad la verdadera dimensión del cambio en la ciudad en estos años: con sus cosas buenas y sus posibles problemas, lo ha sido a un ritmo y dentro de unos marcos tan modestos que las derechas en la oposición no han podido, en realidad, criticar ni una sola orientación política de fondo con un mínimo de convicción, ante la ausencia de divergencias estructurales. En no pocas ocasiones la cosa ha dado hasta penita, porque se han pasado cuatro, ocho años, sin disentir en apenas nada, pero teniendo que forzar el discurso para que no se dijera que cobraban por no hacer nada. ¡Es muy difícil criticar la asignación de dinero a fiestas y asociaciones cuando no puedes sino estar de acuerdo con que haya más financiación pública para procesiones religiosas y festividades aledañas que nunca!
Vox, por esta razón, apenas si se ha hecho oír, aunque es cierto que probablemente su electorado tampoco tiene una gran preocupación por lo que se haga o se deje de hacer en el Ayuntamiento siempre y cuando se haga con banderas de España muy grandes, en castellano y dando todo el negocio posible al sector privado. De manera que, habiendo sido respetadas estas premisas en lo sustancial, los pobres han podido hacer poca oposición y han quedado muy difuminados. Lo cual es, por lo demás, indiferente a efectos de que tengan buenas perspectivas de voto, que dependen de dinámicas en clave estatal y porque además, supuesto, siempre hay la posibilidad de pedir aún más banderas de España y más castellano y procesiones, con éxito de público y crítica garantizado entre el peculiar nicho de ciudadanos que comparten esas obsesiones. Todos contentos y sueldo bien ganado como oposición, con perspectivas de aumento de representación.
Pero más o menos la misma historia puede contarse de Ciudadanos, cuyo portavoz, Fernando Giner, como señor serio, de orden, con gusto por hacer siempre gala de moderación constructiva, lo ha pasado fatal para criticar las políticas municipales de este mandato. Al final, su propuesta más recordada ha pasado a ser una nueva reforma de la calle Colón en el sentido de quitar más tráfico privado y ampliar más las aceras y el carril-bici (propuesta muy sensata, por cierto, que mejoraría mucho la planta de la vía, aunque otra cosa es que haya que dedicar cada pocos años más y más pasta a reformar y adecentar la misma calle, por importante comercialmente que sea). Identificados, en la práctica, y se ha notado mucho, a la religión de Compromís en cuanto al fondo de las políticas aplicadas y todo eso de pedir capitalidades europeas, pero además sin poder dar demasiados alaridos por las subvenciones a entidades culturales que promocionan el valenciano, por eso de la moderación, el perfil del partido se ha visto muy difuminado. Es complicado ser una oposición a la que en el fondo se le nota que no le parece mal nada de lo que se ha hecho, máxime cuando con las cosas “serias” como el urbanismo no ha habido ningún disgusto. ¿Afecta eso a sus expectativas electorales? Por supuesto que no: su previsible desaparición, como antes lo fue su éxito electoral, tienen de nuevo más que ver con dinámicas de política estatal que aquí, simplemente, una parte del electorado (muy amplia) replica. Y poco más.
Incluso tres cuartos de lo mismo puede decirse del PP, principal partido de la oposición y partido que aspira a mandar a partir de este verano, cuya portavoz municipal ha tenido más presencia mediática por cuestiones orgánicas relativas a su paulatino incremento de peso específico en su partido que por criticar al gobierno municipal por sus decisiones políticas o realizar una sola propuesta en relación a la ciudad que vaya más allá de vaguedades sobre apoyar al pequeño comercio, las fallas, la circulación fluida en coche, las bandas de música, la libertad de empresa y las mascletades, los carriles-bici (siempre y cuando estén bien diseñados, claro) y a la Marededéu (perdón, a la Virgen). Un programa político tan ilusionante, concreto en sus compromisos y que depara tantas sorpresas como la programación de la próxima temporada del València CF de Meriton. E igual de cutre discursivamente. Que si la afición, que si el “se están cargando la ciudad”, que si los valores y el escudo… que si incidir también en las críticas de Vox, porque los miles de euros que se gasta el ayuntamiento en reponer las banderas de España gigantes que hay por la ciudad siempre podrían ser más y el uso del castellano totalmente hegemónico… pero poco más.
Nos queda a todos, y sobe todo a la prensa y a la oposición, al menos, Giuseppe Grezzi, que ha prohibido aparcar en el carril-bus y hecho algunos kilómetros (bastantes menos que los que prometieron en sus programas electorales Ciudadanos y el PP) de carril-bici, para dar algo de vidilla. Pero tras ocho temporadas con los mismos dramas y giros argumentales, se empieza a percibir cierto cansancio del fandom cochista, incluso entre sus más fieles seguidores. Hasta el PSPV, que como socio de gobierno ha sido en muchos momentos el principal (y más inteligente y efectivo, todo hay que decirlo) partido de la oposición respecto del despliegue de algunas políticas de Compromís en el ayuntamiento, viró con rapidez, tras la decepción electoral de 2019 derivada de no poder recuperar la hegemonía entre las izquierdas, y pasó de criticar peatonalizaciones, nuevas formas de movilidad y pacificación del tráfico a plantear proyectos más ambiciosos. ¿Que ciudadanía parece que ahora empieza a querer vivir en una ciudad más o menos homologable a lo que en Europa es común en cuanto una ciudad es medianamente rica/acomodada y eso en realidad tampoco es ningún drama, porque a fin de cuentas habrá que seguir haciendo desarrollos urbanísticos? Pues aquí estamos también nosotros para asegurarlo y proponerlo y, si hace falta, con mayor ambición. Por ejemplo, en estos últimos cuatro años, ha sido el PSPV quien ha liderado la propuesta de implantar “superilles” copiadas de lo hecho por Barcelona en estos últimos años, a fin de crear zonas peatonales liberadas de coches en los barrios de la ciudad. En cuatro años, en concreto, se ha logrado planificar, pintar y culminar una, en el barrio de Extramurs. Tampoco es que se haya ido a un ritmo muy exigente, no vayamos a asustar ni a cansarnos mucho. Y es que, no nos engañemos, hasta Rita Barberá habría ido adaptando su modelo urbano a estas nuevas exigencias sociales con más rapidez. Y València estaría todavía más bonita, si cabe. También hay que decir que las “superilles” (o bueno, repito, la única hecha hasta el momento, en singular), que están bien y son buena idea, han quedado bastante feas, algo que Rita Barberá, sin duda, nunca habría consentido.
Frente a este panorama tranquilo, y dado que la democracia da siempre opción de volver a repartir cartas, unos y otros tenemos, según nuestras preferencias, la posibilidad de aspirar a ilusionarnos o preocuparnos gravemente de nuevo a partir de lo que ocurra dentro de unas semanas. Las actuales oposiciones pueden ilusionarse con recuperar la alcaldía y seguir con las políticas de Rita Barberá, pero un poco más verdes y más modernas. Pondrían alguna bandera de España más (sabido es que nunca hay suficientes) y volverían a basar su modelo económico en publicitar que somos el mejor sitio del mundo para los madrileños que vengan en AVE a comer paella y así dinamizar la hostelería, que es de lo que sabemos vivir, mientras su electorado suspiraría aliviado porque la policía local de València seguiría siendo la que menos multas pone a los coches en proporción a su población (pero la que más, en cambio, a los ciclistas), como ha de ser, de entre las grandes capitales de provincia españolas. Una ventaja del conservadurismo español es que, en el fondo, se conforma con poco y le basta con que las cosas sigan como hasta ahora, porque sabe que a poco que se aplicaran en este país (o en esta ciudad) medidas moderadamente socialdemócratas de reparto totalmente asumidas incluso entre la derecha europea les empezarían a subir los impuestos a sus bienes inmuebles y esto podría medio parecerse a un Estado social, así que mejor no hacer el tonto y que quede todo como está, incluyendo los carriles-bici de Grezzi, no vayamos a liarla.
Si, por el contrario, se conservaran los actuales equilibrios, con Compromís al mando como hasta ahora y el PSPV de socio más o menos leal, quizás podamos ilusionarnos con que veamos algo de lío. Hay que tener en cuenta que las discrepancias entre los dos socios más importantes, una vez superado el terrible drama de no aparcar en el carril-bus que acompañó a la primera coalición de gobierno, han sido porque, un poco por casualidad y fruto de la mala gestión pasada del PP, han tenido que afrontar problemas respecto de asuntos mal encauzados en cosas tan serias, por el dinero que mueven, como el puerto de València o el urbanismo de la ciudad. Y ahí el PSPV sí ha demostrado que saben mejor que nadie poner pie en pared a la mínima que se atisba el riesgo de que haya una izquierda que, aunque sea por el qué dirán, pretenda poner algo de luz en estos temas y, muy especialmente, en la cuenta de beneficios y resultados. Hasta la fecha, la posición de que aquí no hay nada que ver, nada que mirar, nada que tocar… ha sido acogida con gran éxito de crítica mediática (en asuntos que van desde la planificación urbanística de la ciudad a gusto de los promotores, con engendros como los nuevos barrios de Malilla o “Turianova” como ejemplos de cómo se puede poner en marcha en la tercera década del siglo XXI un tipo de urbanización diseñada con parámetros de 1960 sin que pase nada si la plusvalía se la queda quien ha de quedársela; a que alguien haya osado criticar el derecho divino del puerto a arrasar con las playas y medio ambiente de la ciudad exigiendo molestas declaraciones de impacto ambiental como si aquí hubiera una legislación y unos estándares europeos de mínimos que cumplir que puedan cuesionar, habrase visto, el modelo de expolio), pero uno puede legítimamente ilusionarse y pensar que, si no en ocho años, quizás en doce o dieciséis de mayorías como las actuales podamos ver algo de reflexión y discusión política sobre estos temas. Tampoco en exceso, porque lo importante es el consenso, no crispar y que las izquierdas se entiendan, no vayan a venir las derechas a gobernar de nuevo por culpa de haber sido demasiado radicales y pretender locuras como que las plusvalías urbanísticas sean de la colectividad.
Lamento, pues, el spoiler, pero es lo que hay, con posible cambio de gobierno o con continuidad: apelando a la emergencia habitacional lo que veremos en todo caso será más suelo, esencialmente en promoción privada… y más vivienda a gusto de nuestros queridos promotores. A cambio, eso sí, es de suponer que caerá alguna capitalidad europea más. Y que València, nos diremos a nosotros mismos (y nos pondremos contentos, ojo, que somos así), estará cada día más bonita, más europea, más amable, más verde y más del gusto del peatón y el ciclista. Los rankings esos internacionales de ciudades chupiguays en los que seguiremos apareciendo de vez en cuando estarán orgullosos de nosotros, tanto o más como lo estaría Rita Barberá. Así que, por favor, que le pongan de una vez su nombre a una calle, que se lo merece (aunque eso dejaría prácticamente sin programa electoral al PP municipal, que apenas si tiene ninguna otra propuesta concreta). Pero que no sea al pont de les flors, que a fin de cuentas lo bautizó ella y, justo es reconocerlo, lo hizo con un nombre muy bonito. No nos carguemos eso. Seamos constructivos, originales y ambiciosos. Porque la alcaldesa que sigue siendo la que ha definido las líneas fundamentales por las que todavía hoy transita la política de la ciudad se merece algo mucho más visible e icónico. Especialmente teniendo como tenemos un Palau de les Arts, un Museu de les Ciències y un centro de investigación en esa misma zona a los que ya va siendo hora de rebautizar.