VALÈNCIA. Hace unos años Woody Allen se adentró en la bohemia francesa de los años veinte en Midnight in Paris (Medianoche en París) (2011). Por las imágenes de la película circulaban los artistas más importantes de la época. De Scott Fitzgerald a Ernest Hemingway pasando por Picasso, Buñuel o Dalí. Si Allen hubiera decidido ambientar su película un poco antes, a finales del siglo XIX, por ejemplo, los protagonistas hubieran sido Émilie Zola, Paul Cézanne, Paula Modershon-Becker, Rainer Maria Rilke, Camille Claudel y Auguste Rodin. Curiosamente, todos estos genios de la creación han sido objeto de su correspondiente biopic en los últimos años.
La última película biográfica que gira en torno a uno de los miembros de este selecto entorno, Rodin, la firma el director francés Jacques Doillon. Su trayectoria se remonta a los años setenta con algunas adaptaciones literarias como Un saco de canicas (1975) o películas de carácter autobiográfico como La mujer que llora (1979). Comenzó a tener cierta repercusión con La golfilla (1979), la historia de un hombre que secuestraba a una menor y que no se libró de la polémica. A Doillon siempre le ha interesado el universo adolescente y transgredir los límites de lo políticamente correcto a través de sus historias. Ha descubierto a muchas actrices jóvenes o ha contribuido a dar impulso a sus carreras. Entre las más famosas, Sandrinne Bonnaire en La puritaine (1986), Judith Godreche en La chica de quince años (1988) o Charlotte Gainsbourg en Amoureuse (1992).
No son muchas las películas de Doillon que se han estrenado en España en las últimas décadas. La más famosa seguramente es Ponette (1996), que giraba en torno a la pérdida y contaba con una interpretación infantil milagrosa, y hace poco nos llegaba Mis escenas de lucha (2013), un ejercicio al límite en el que exploraba el lenguaje corporal a través de la lucha de sexos. Lo hizo a través del elemento dialéctico, pero sobre todo a través de lo físico. Los dos personajes de la película terminaban literalmente rebozados en el barro, el mismo con el que Auguste Rodin modeló sus esculturas. Y es que Doillon es un director que ha sabido situar el cuerpo y la carne en el centro de muchas de sus historias, como también lo han hecho algunos de sus compatriotas que han contribuido a construir un interesante discurso en torno a los límites físicos a través de las emociones más animales.
A Doillon en un principio le encargaron realizar un documental para celebrar el centenario de la muerte del escultor Auguste Rodin. Él conocía su obra, pero no se había parado a analizarla en profundidad. Aceptó, pero sin darse cuenta comenzó a pensar en escenas en las que pudiera “revivir al animal”. Poco a poco la ficción fue ganando en su cabeza terreno al documental, así que declinó la oferta y comenzó a escribir la película.
Vincent Lindon siempre fue la primera opción para Doillon, y también impulsó el proyecto a nivel de producción, tarea de la que se hizo cargo Kristina Larsen, responsable de títulos arriesgados como Casa de tolerancia (2011) o Adiós a la reina (2012). La película se inicia con un Rodin que ya ha conseguido alcanzar la fama. Con 42 años, se encuentra enfrascado en varios proyectos, entre ellos captar la esencia de Honoré de Balzac en una escultura encargada por el Círculo Literario y realizar La puerta del infierno con motivos de la Divina comedia de Dante. Mientras, en su enorme estudio se encargaba de ejercer la labor de maestro entre diferentes aprendices. Entre ellos se encuentra Camille Claudel que se convertirá en su más fiel discípula y también en su amante. En 1988 Isabelle Adjani encarnó a la escultora junto a Gerard Dépardieu en la piel de Rodin. Más tarde, Bruno Dumont realizaría un biopic muy libre, radical y memorable con Juliette Binoche como protagonista, que se centró en los largos años de prisión involuntaria que sufrió en un hospital psiquiátrico por culpa de su hermano Paul Claudel.
En la película de Jacques Doillon la esfera profesional y la personal, el trabajo y el amor, se unen en un vínculo indisociable. Al director le interesa retratar el día a día en el taller, el proceso de investigación de las obras y de qué manera van evolucionando con el tiempo. Dicen que Auguste Rodin realizó una profunda tarea de exploración para culminar su escultura de Balzac y lo mismo parece haber hecho Doillon.
El director plantea la película a través de diferentes episodios que parecen remitir a los actos de una obra teatral. Los personajes cambian de escenario y asistimos a la progresiva transformación de las relaciones entre ellos, principalmente entre Auguste y Camille, primero apasionada hasta terminar en el rechazo y el distanciamiento.
Doillon apuesta por la palabra para verbalizar las emociones de los personajes. Es un recurso que no siempre le funciona. En demasiadas ocasiones el discurso se vuelve rimbombante y engolado, como si Rodin estuviera continuamente soltando frases de una profundidad innecesaria y un tanto ridícula. Este procedimiento contribuye a que la trama se muestre demasiado pesada y maciza, como un trozo de mármol sin pulir, y con un punto pretencioso imposible de eludir. Lo más interesante, sin duda, es la manera en la que Doillon establece una comparación entre las esculturas y los cuerpos, entre los materiales puros y las emociones más exaltadas. Entre la fría piedra que toma forma con las manos, y el deseo.
En Cannes la película recibió uno de los grandes abucheos del certamen. Quizás no se merecía semejante vapuleo. Es una película sobria, con una excelente planificación, no tan convencional como pudiera parecer a simple vista. Eso sí, le falta tener algo de emoción, la misma con la que el escultor abordaba su obra. En realidad, si algo de verdad hubiera que reprochar a la película de Doillon es su posición excesivamente templada a la hora de adentrarse de verdad en el carácter déspota y tirano de Rodin, tanto en el trabajo como en su relación con las mujeres, de las que se aprovechó para satisfacer su apetito sexual debido a su situación de poder. El escultor fue capaz de dotar de sensualidad el cuerpo femenino en sus trabajos y eso queda perfectamente plasmado en la película. Pero Doillon prefiere dibujar a Rodin como un hombre que casi parece una víctima de las mujeres que le rodean retratadas como histéricas y celosas, imponiéndose así la mirada masculina del director y de su objeto de estudio.