Norma publica una alegoría sobre el auge y caída del imperio soviético centrado en uno de sus carros de combate más populares, el Iosif Stalin, puesto en marcha en 1944
VALÈNCIA. En 1983, John Carpenter se marcó una película sobre un relato de Stephen King, Christine. No es lo mejor que hizo este hombre, pero sí era una cinta que en su día resultaba muy sugerente. Un chico, un tanto outsider, se enamoraba de un coche. El vehículo tenía vida propia por arte de birlibirloque y la relación entre ambos, al margen de los crímenes que el vehículo iba cometiendo, era muy intensa. Si eras un chaval, y la película estaba destinada al consumo de los adolescentes, aquello te dejaba turbado.
Pues bien, ahora en viñetas tenemos una variación sobre el mismo tema. Esta máquina mata fascistas es un cómic del guionista Jean Pierre Pécau y dibujo de Senad Mavric. Según cuenta el autor, en el asalto al cuartel general de Al Qaeda, apareció un carro de combate soviético abandonado en las cercanías. Era un IS-2, el tanque nombrado así en honor a Iosif Stalin, que fue concebido para inclinar la balanza de la guerra entre la URSS y el III Reich del lado soviético.
El cómic, publicado por Norma en España el mes pasado, plantea un romance del hombre con la máquina. Esta vez no es un adolescente poco popular, con todo lo que eso significaba en la tirando a enferma sociedad americana como en la mencionada película, sino el de un brillante ingeniero. Él también habla con el vehículo, siente que le contesta y no puede separarse de él aunque tenga que recorrer los cinco continentes.
El título de la obra viene por una inscripción que dibuja en la torreta "Esta máquina mata fascistas". Es la famosa frase que escribió Woody Guthrie en su guitarra en los años cuarenta. No sabemos cómo esto llega a oídos de un trabajador de una fábrica de la URSS en guerra, pero cuando le preguntan por qué la escribe, el protagonista contesta que es cosa de un comunista americano.
Entonces el trabajador le pregunta inocentemente si hay comunistas en Estados Unidos y el ingeniero replica con cinismo: "quizá más que en Rusia". Más adelante, un oficial le señala al obcecado técnico por qué no ha escrito alemanes en lugar de fascistas, y la respuesta correspondiente es una buena salida del guión: "Porque no todos los alemanes son fascistas y hay más fascistas que alemanes".
Se supone que el ingeniero venía del gulag y había pasado por la batalla de Stalingrado por lo que tenía una visión crítica con el sistema. Le vacila a sus superiores y se lo tienen que permitir porque solo él es capaz de diseñar el arma perfecta para derrotar a los temidos Tiger nazis. Además, uno de ellos dice de él con sarcasmo que todos los que fueron a Stalingrado o estaban muertos o estaban "raros".
Partiendo de ese hilo de locura, seguimos el carro que lleva la inscripción del músico estadounidense por las últimas batallas del frente del Este en la II Guerra Mundial. Uno de los tripulantes del tanque es un uzbeko. En un momento dado, se le cae un Corán y sus compañeros se asustan. Él contesta con firmeza: "está prohibido rezar, pero no leerlo". Un guiño al Islam para que luego la peripecia del vehículo tenga un sentido figurado al acabar en las montañas de Afganistán.
Toda la tripulación muere luchando contra Hitler, pero aquí no acaba la cosa. El tanque, cuyo modelo fue el que más perduró en el parque de vehículos del Ejército Rojo, acabó una década después en Budapest. Con la Revolución Húngara de 1956, el mensaje de la torreta ya no está tan claro. Los manifestantes acusan a los soviéticos de fascistas, en escenas quizá más propias de la invasión de Checoslovaquia en 1968 que de la de Budapest, pero pone de manifiesto las contradicciones del socialismo real que había derrotado al III Reich para imponerse políticamente por la fuerza en todos sus territorios del Este.
La siguiente parada será Cuba. El ingeniero, cuando tiene noticia de que su amada máquina volará hasta la isla caribeña, pide el traslado para no separarse de ella. Es cierto que estos tanques, tras la guerra en Europa, fueron a engrosar las filas de los ejércitos de las naciones comunistas de segunda y tercera generación, como Corea del Norte, Cuba o Angola.
En la isla, derrotará a los invasores capitalistas en Bahía de Cochinos. Y después, siguiendo la política exterior de Fidel Castro, viajará a África, donde encontrará definitivamente el caos absoluto propio de las guerras de ese continente. Los verdugos pasan a ser víctimas muy rápidamente y nada es lo que parece. Para entonces, el ingeniero enamorado de su carro también pierde la vida.
Al margen del interés de los avatares históricos y los personajes que van desfilando, construidos según las características de cada época, Esta máquina mata fascistas no termina de ser ni una obra de corte poético ni una gran aventura. Siempre y cuando tengamos en cuenta que el verdadero protagonista de esta odisea mundial es un tanque, no un aventurero.
Al final, sabe a poco. Al excelente dibujo Marvic le habría sentado mejor un poco de profundidad en las intrigas palaciegas soviéticas, no tanto tópico sobre el estalinismo. Los saltos temporales poco tienen que enseñarnos de los lugares donde aterriza el tanque, con la excepción, en algunos aspectos, de Angola, donde se rompen un poco los esquemas.
Y la elipsis con el asunto afgano tampoco va a ninguna parte. Una atmósfera tan superficial solo habría tenido sentido si se hubiera dejado de lado la vertiente histórica del relato y nos hubiesen adentrado en la perversidad de la atracción de un ingeniero por su creación, pero este argumento tampoco llega muy lejos ni sorprende. No obstante, como alegoría del auge y caída del imperio soviético a través de su tanque más popular, tiene un pase. Pero ante una propuesta así a estas alturas, no es difícil pensar, como cantaban los Rolling Stones, who wants yesterday´s papers, nobody in the world