Es de todos conocido que San Valentín es una falacia, la falacia del amor satinado. El amor se revela en cualquier jornada del año y no necesita el almíbar del día catorce. Este año de pandemia, sin embargo, la cita nos sirve para medir la nueva calidad del amor, leemos el contador del afecto como si fuera el pluviómetro y nos preguntamos si hay sequía. La falta de contacto físico no debería notarse pero lo parece. ¿Se nota?
Lo cierto es que el amor es una sustancia intuida, un espectro revelado que no necesita reactivos ni campañas del Corte Inglés para precipitarse. No hablo sólo del amor erótico, el más dañado en San Valentín. Pienso en todo tipo de amor, el que cuece a fuego lento y el que abarca un gesto solidario o un cuidado concienzudo, una ternura de barrio o un arrebato pasional. El compañero que apoya en el trabajo, una confesión del hijo adolescente, el arrumaco inesperado del marido o el whatsapp que pregunta a qué hora llegas a casa. Se quiere todo el año y se quiere bien, a cara descubierta, de forma nutritiva y sostenible, gota a gota. De hecho este año se han visto cotas insólitas de solidaridad que no se sabe dónde irán, como los abrazos. Pero en San Valentín se programa el empacho y nadie sale indemne, cuesta un esfuerzo no acabar el día lamiéndose las heridas. Es curioso que sea la fecha en que más desamor se mide: todo lo arruinan las expectativas.
“¿Estás triste porque no tienes novio? ─pregunta Rocío a la perra─ No te preocupes, es todo una tontería”. Me largo de su habitación antes de que sepa que la espío y me pregunto qué hace sentirse a las niñas tan fracasadas sin pareja, qué tipo de monstruo alimentamos. Observo cada año cómo las amigas se obsequian con cartitas y corazones, se intercambien emoticonos rosas, ¿tan mal seguimos las mujeres de autoestima? Los chicos se insultan en Instagram, las chicas hacen recuento de piropos. Siempre nos hemos defendido como lobas entre amigas, nos jaleamos sin filtro, qué guapa, mira qué mona, hay que ver lo joven te hace ese corte de pelo. Pensaba que cuanto más viejas más coba nos dábamos pero observo que ya es un hábito temprano. Este empoderamiento a perpetuidad se hace ya muy sospechoso, ¿de qué nos hemos liberado?
Yo acumulo bonus de expectativas porque coincide con mi cumpleaños. De niña era un día a mitad del mes de acuario, una fecha plana y proclive a la lluvia o el frío. Desde que el Mr Wonderful del amor escribe el guión de la jornada todo es doblemente difícil de sortear, una cita apta para funambulistas. Cualquier gesto está bajo sospecha y en cuanto alguien deja de hacerme la pelota un instante me siento despechada, resucita la adolescente plantada que toda mujer lleva dentro y que nunca madurará.
Este será el primer San Valentín en pandemia y no sabemos aún cómo saldremos parados. Al cabo de un año sin abrazos nos tratamos de forma desengrasada, mate, y lo cierto es que nos aguantamos peor. El afecto está, se le sabe vivo, pero la distancia mata el lubricante natural de la convivencia. Las grietas se hacen profundas en el suelo cuarteado de la sequía. Sequía de piel. Añoranza de ese hueco específico entre la clavícula y el cuello que es un mirador de lujo para ver el alma del abrazado. Hace ya un año que no podemos encajar la cara en ese punto y disfrutar de las vistas: desde ahí se capta el nudo del querer. El abrazo empieza a ser gustoso con la sensación de límite, de cuerpo que se aprieta y ensancha, de frontera no traspuesta. Supone catar el macizo del otro cuerpo, desmentir el vacío y hacer tope con aquel al que se quiere. Se contagia el calor, la tersura del cuerpo, el aroma que desciende desde atrás de las orejas. Se contagia la presencia.
El amor no se ha terminado, lo que falta es la piel. Una amiga se queja de que lleva un año sin acariciar a sus padres y yo medito en silencio que podrían incluso morirse con la última caricia caducada. Yo también puedo perder así a los míos. Callo hasta que el pensamiento me atraviesa y se disuelve como una nube pequeña sobre un prado callado de agosto. “En algún lugar están esos abrazos…” la consuelo. Ponerse lírica siempre llena un vacío, dispara todo hacia otro plano. “A principios del siglo XVI ─leo a Borges en un célebre prólogo─, Ludovico Ariosto imaginó que un paladín descubre en la Luna todo lo que se pierde en la Tierra, las lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo malgastado en el juego, los proyectos inútiles y los no saciados anhelos” ¿Quién los bajará de allí para nosotros? Y, hasta entonces, ¿en qué nos convertiremos?