Esta semana, la flamante portavoz del PP en el Congreso de los Diputados, Cayetana Álvarez de Toledo, estableció una peculiar comparación entre el presidente en funciones, Pedro Sánchez, y el casi exministro del Interior italiano y líder de la Lega Norte, el neofascista Matteo Salvini. La comparativa se establecía a colación de la política migratoria de ambos, que obedecía, según Álvarez de Toledo, a motivos electorales. Y, la verdad, es difícil no ver esa motivación detrás de las decisiones de ambos políticos, si bien hay que reconocer mucha mayor coherencia en el caso de Salvini, tan neofascista en 2018 como en 2019, en lo que se refiere a sus políticas de inmigración.
Sánchez, en cambio, ha dado muchos bandazos en este año. En 2018, el Gobierno del PSOE parecía tener un ansia infinita de paz: era el Gobierno de la solidaridad, de los brazos abiertos. ¡Hay que ver, cómo acogía el Gobierno a los inmigrantes del Aquarius en el verano de 2018, con qué entusiasmo y fraternidad quería hacerse cargo de los refugiados que Italia rechazaba!
En cambio, en 2019 la cosa ha cambiado bastante. El Gobierno fue virando de posición, con nulo entusiasmo, según el manido "relato" se le iba poniendo cuesta arriba. Siempre con reticencias al respecto de la intencionalidad última del Open Arms y su empeño en recoger migrantes del mar, poniendo con ello en riesgo el relato del Gobierno español, nos regalamos los oídos con una batería de declaraciones de la vicepresidenta Carmen Calvo, combinadas con una estelar aparición del ministro y secretario de Organización del PSOE, José Luis Ábalos, que criticó acerbamente a los activistas del Open Arms. Al parecer, decía Ábalos, dichos activistas vivían muy felices sin tener que tomar decisiones; sin esa grave responsabilidad que, sin lugar a dudas, ahora arrostra el ministro, indudablemente fascinado por la novedad, a lo largo de veinte años de carrera política desplegada desde la plácida oposición en el ayuntamiento de Valencia (1999-2009) y el Congreso (2009-2018), que supone tomar decisiones desde un Gobierno.
Agosto es un mal mes para abordar nada políticamente sustancioso en España. Buena parte de la población se va de vacaciones y, comprensiblemente, no quiere saber nada de política. Sobre todo, si nos han martilleado con política y elecciones tanto como en estos últimos años. Por otra parte, la clase política también se va de vacaciones, aunque no sea a lo largo de todo el mes, y sus contadas apariciones se dan en un contexto mediático adverso: los periodistas también están de vacaciones y al público le interesa muy poco seguir, en plena canícula, lo que tenga que decir el político de turno para armar su "relato".
Este mes, en fin, no ha servido para mucho. Nos fuimos en julio con una investidura fallida (la segunda en el haber de Pedro Sánchez) y la sensación de que sería complicado forjar algún tipo de pacto del PSOE con sus supuestos socios potenciales... Y que, si había pacto, sería merced a la cesión de Unidas Podemos, y no al revés. Es lo que parece deducirse de las palabras de Pablo Iglesias, que quiere retomar la negociación donde quedó en julio, y da la sensación de que aceptaría la última oferta del PSOE si se la maquillan un poco: pide las "políticas activas de empleo", al igual que en su surrealista última oferta desde la tribuna del Congreso en el debate de investidura, pero parece que se conformaría con la apariencia de dichas políticas, un poco al modo de la vicepresidencia de Rubén Martínez Dalmau en el Botànic II: mucho nombre ("Arquitectura Bioclimática"), pocas competencias.
Sin embargo, en el PSOE parten de donde partieron inicialmente en las negociaciones anteriores al verano: que es responsabilidad de los demás garantizar un Gobierno en solitario del PSOE y, en consecuencia, unos han de apoyar, o bien otros abstenerse, para garantizar que esto suceda. Es, sin duda, un argumento peculiar, pero llevamos así cuatro largos meses, en los que los socialistas han demostrado, sin lugar a dudas, que están dispuestos a todo con tal de apurar sus opciones de gobernar en solitario con 123 diputados. Para ello, se apoyan en dos puntales: las encuestas, que dicen que el PSOE mejoraría resultados si se repitieran los comicios (aunque, forzoso es decirlo, tampoco dicen que mejoraría mucho); y, naturalmente, el "relato", obsesión de Sánchez y de su jefe de gabinete desde que lograron auparse a La Moncloa, merced al sorprendente éxito de la moción de censura.
A eso se ha dedicado también el PSOE en agosto. Al relato. A vencer en esa batalla. Una victoria consistente en que el público piense que es el PSOE el único partido alejado del "politiqueo de las poltronas", que la investidura fallida es responsabilidad de los demás (por no abstenerse, o por no votarles), y les premien en consecuencia. Para forjar tal relato, Pedro Sánchez ha tenido que simular que dedicaba la mitad de sus vacaciones a reunirse con lo que el propio Sánchez denominaba "colectivos sociales", con los cuales teóricamente estaría forjando un programa de Gobierno que Unidas Podemos no podría rechazar.
Por supuesto, tanto la negociación con dichos colectivos como el programa en sí son parte del relato de los hechos, y no de los hechos en sí. Por eso, cuando Unidas Podemos ha enviado un programa de Gobierno de 100 propuestas al PSOE, los socialistas lo han rechazado a la velocidad del rayo, y poco después han anunciado que enviarían otro programa de Gobierno, con 300 propuestas, a Unidas Podemos. No está claro si las 100 propuestas de Podemos estarán incluidas en las 300 del PSOE, pero sí parece evidente que todo este paripé veraniego tiene como único objeto, una vez más, el relato, cuya conclusión ha de ser, necesariamente, que Unidas Podemos se resigne a apoyar a los socialistas desde fuera, con un programa de Gobierno que a esas alturas ya tendrá 1700 o 1900 propuestas, según la fase en la que se halle el relato.
El problema del PSOE con todo esto sigue siendo que se les ven las intenciones desde muy lejos. Puede que sus votantes más acérrimos se crean a pies juntillas el relato, pero es dudoso que lo haga alguien más. La conclusión lógica de esta guerra de posiciones, si no hay rendición de Podemos (o semirrendición del PSOE, verbi gratia: incorporar a Unidas Podemos en su Gobierno, aunque sea con Ministerios de baratillo), será repetir de nuevo las elecciones en noviembre. Y muy pocos entenderán esta conclusión del relato socialista, que comenzó con un adelanto electoral en abril para parar a la malvada ultraderecha, a la que, justo a continuación, se le pedía abstenerse para gobernar en solitario.
En esto sí que podemos encontrar en unos meses un claro paralelismo entre Sánchez y Salvini: ambos, completamente absorbidos por el tacticismo electoral permanente y la obsesión por el "relato" en los medios y las redes sociales, pueden cometer un error del que tendrán tiempo de arrepentirse. Salvini, intentando forzar un adelanto electoral, sugestionado por su ventaja en las encuestas, que por lo pronto ha provocado que sus exsocios del Movimiento 5 Estrellas pacten con los socialdemócratas del Partido Demócrata italiano una coalición de Gobierno que deja a Salvini lejos del poder y le aleja de los focos mediáticos.
En el caso de Sánchez, es lógicamente imposible que los demás partidos se coaliguen contra él (cualquier solución de Gobierno pasa, en el actual Congreso de los Diputados, por el PSOE); pero no está nada claro que la composición de un futuro Congreso, tras noviembre, resulte más beneficioso para el PSOE que la actual. Tal vez en noviembre "España Suma", las tres derechas, juntas o por separado, por fin sumen. O sumen más que ahora.