La obra vanguardista y única del valenciano Santiago Artal a través de cuatro conexiones improbables
VALÈNCIA. Las reivindicaciones más inesperadas nacen de conexiones imprevistas. El edificio Santa María Micaela, sin que nadie lo tuviera en su agenda, disfruta un conato de segunda juventud arquitectónica por un comboi multilateral que aprecia sus virtudes y que, sin tampoco pretenderlo, ejerce justicia poética con el legado de su autor, Santiago Artal, huido de València, de la arquitectura, por su desazón con el medio.
Si los edificios tienen la virtud general de esbozar a su sociedad y a su época, la Cooperativa de Viviendas Santa María Micaela, aka La Finca de los Dúplex de Artal, es capaz de ejemplificar todo ello con una potencia desconocida, al punto de poder caricaturizar su importancia como edificio más infravalorado de València
Pongámonos en situación. A los bordes de la caótica avenida Pérez Galdós, un edificio sesentero al que no le bastaba con proporcionar viviendas sociales y hacerlo de cualquier manera, con la reducción de costes como gran mantra, sino que quería contar, tener personalidad propia, ambicionar una nueva vía, desmarcarse. Viviendas casi todas ellas en dúplex, con división entre área de día y noche, amplias galerías exteriores, y un cuerpo global heredero de la geometría de bloques en los que los guiños a Le Corbusier, Van der Rohe o incluso Modrian (¡qué colores!) están bien presentes. La belleza del hormigón armado, la luz de la geometría.
Santa María Micaela es -en el último episodio de este texto explotarán los motivos- un grito mudo por el racionalismo más cosmopolita, por la sensibilidad frente a la cerrazón arquitectónica de la posguerra.
Y es el motor de extrañas conexiones. Imprevistas, inesperadas.
Marta de Arcos y Santa María Micaela
Habla Marta de Arcos: “Viví hasta los 13 años en la puerta 124, del patio 18 de la calle Santa María Micaela. Y sí, cada vez que daba mi dirección y decía la puerta se pensaban que vivía en un rascacielos. La elección del piso la hicieron mis padres. Buscaban algo moderno, sobrio y con mucha luz. La idea de un dúplex les atrajo siempre por la intimidad. No era un piso grande, pero su distribución era práctica y acogedora. La entrada al patio era la entrada a mi hogar, a la seguridad y al confort. Desde Julián, el portero, que amablemente saludaba, hasta ese pasillo infinito de cuadrados escalables en el sexto piso (en realidad era un onceavo) que llevaba a mi puerta. Las horas que he pasado en ese patio, jugando en el pasillo-puente, en los banquitos, o en la piscina son incontables. Recuerdo jugar en verano al vóley, usando el canal del agua como red entre los equipos. O bajarme con mi hermana y más amigas para patinar por las explanadas que se generaban entre los bancos, y especialmente en un espacio circular delimitado por un muro, cuya función para mí no podía ser otra que esa: área de patinaje.
He de admitir, que el pasillo de cuadrados escalables me ha acompañado más de una vez en mis pesadillas. Los trepaba desde dentro del pasillo, se rompían y yo caía al vacío con una sensación de infinito que cesaba repentinamente en el subsuelo, donde encontraba columpios. Aprendí pronto a no temer las caídas de mis sueños, anticipando ya el final de las mismas”.
Marta de Arcos y Sandra McClean
Sandra McClean, desde Nueva York: “Marta y yo somos amigas desde párvulos y nuestras madres nos facilitaban poder tener encuentros para jugar, por lo que desde chiquitina iba frecuentemente a casa de Marta. Recuerdo con mucha claridad cruzar la pasarela que separa la entrada de la zona de piscinas, dejando a la izquierda de la misma la caseta del portero. De pequeña cruzaba de la mano de mi madre o mi padre, conforme me acercaba a la adolescencia lo hacía sola o acompañada de alguna otra amiga. (...) Había muchos recovecos escondidos entre el cemento de este espacio. Escalones, distintas alturas, espacios en los que, siendo pequeña, podías esconderte fácilmente. En verano siempre nos dejaban bajar a bañarnos en las piscinas. El agua apenas cubría por encima de los tobillos, por lo que en muchas ocasiones nos dejaban bajar solas. Una de las cosas que más me llamaban siempre la atención eran los rellanos de los distintos pisos, cuando bajabas del ascensor y veías esas paredes de cuadros abiertos que dejaban al descubierto la vista y desde todas partes podías ver las piscinas. Era como una visión de una apartamento de verano en medio de la ciudad y durante todo el año. Tengo la casa de Marta clavada en la memoria, me parecía como una palacio o una casa de millonarios, pues en esa época no conocía a nadie que viviera en un duplex en pleno barrio obrero de Valencia. La casa era muy bonita aunque es cierto que las habitaciones no eran muy grandes. La cocina tenía una bancada de madera que se podía levantar y se convertía en un baúl, me encantaba…”.
Virginia Lorente y un viaje a Brooklyn
Habla Virginia Lorente, ilustradora: “Ilustrar Santa María Micaela era una idea que tenía en mente hace tiempo, estaba ahí asentada pero no se materializaba, necesitaba un empujón, hasta que una serie de casualidades se unieron para crear una buena historia.Hace poco tuve la oportunidad de participar en el artículo sobre brutalismo en València, donde varios arquitectos comentábamos nuestra fascinación por ese edificio, y a raíz del artículo muchas personas me contaron anécdotas sobre el edificio, sobre el arquitecto... pero sobre todo lo que más me atrajo fue la nostalgia con la que reaccionó la gente que había vivido allí. Una de ellas fue la de Marta, a la que había conocido apenas unas semanas antes en Brooklyn, había viajado hasta allí para celebrar el cumpleaños de su mejor amiga de la infancia, Sandra.Me contó la de horas que habían pasado las dos, entre confidencias, con el agua por los tobillos. Me sorprendió la emoción de las dos al recordarlo. Entonces vi clara la ilustración y me asaltaron unas ganas tremendas de ilustrar ese instante.Se trata de un edificio que a mí me atraía mucho a nivel arquitectónico, pero el hecho de que me transmitieran la experiencia de vivirlo me pareció muy interesante. La manera en que la arquitectura afecta a nuestras relaciones, a nuestro día a día, a nuestros recuerdos… la arquitectura vivida, la que se habita.Del edificio me seduce su extrema pulcritud y elegancia, donde está diseñado hasta el último detalle. Es arquitectura con vocación de serlo, que se atreve a romper la trama urbana, el esquema de manzana cerrada, para conquistar el espacio interior. Crear espacios de relación, pensar en el uso del edificio, en su función, en el modo de habitar y convivir. No olvidemos que se trataba de viviendas sociales. Se trata de un planteamiento totalmente revolucionario. El rigor de la modulación genera una matriz que resulta muy atractiva a efectos compositivos, con la introducción del color, el ritmo marcado, el agua.
El espacio provoca una sensación de calma que te aleja totalmente de la ruidosa Avenida de Pérez Galdós. Es un lugar que sorprende, porque simplemente no esperamos encontrar un espacio tan singular”.
Virginia Lorente y Santiago Artal
La ilustración de Virginia Lorente, acabada de publicar, muestra a las dos amigas Marta y Sandra, dejando transcurrir su vidas tras la calma de la cooperativa de viviendas. En el inferior, como rúbrica a la memoria, Lorente plasma un nombre: ‘Arq. Santiago Artal Ríos’.
Resulta un homenaje atemporal a un arquitecto escaso de homenajes, a una familia cuya decisión de poner a València en la vanguardia de la arquitectura estuvo acechada por demasiados contratiempos.
La Cooperativa de Viviendas Santa María Micaela fue el primer proyecto de Santiago Artal, también prácticamente el último. El arquitecto Josep Maria Sancho, vecino del complejo, explica bien en Els Arquitectes Artal i l’arquitectura residencial comunitària contemporànea a València la evolución de una saga ligada a la arquitectura que quiso desafiar lo establecido. Su padre Emilio Artal proyectó cooperativas de viviendas en formato de pequeños chalets 4x4. En 1936 al republicano Artal padre lo nombran director del Instituto Lluís Vives en plena escalada guerracivilista. Los Artal acaban exiliándose a Buenos Aires, allí se empapan del racionalismo que barría Argentina. En 1947 regresan a València y el joven Santiago Artal, a punto de cumplir los 18, se impregna de las ideas vanguardistas en oposición -dice Josep Maria Sancho- al “reaccionarismo imperante en las escuelas españolas de arquitectura” del momento.
Tras colaborar con su padre en proyectos de finalidad similar, en 1958 Santiago Artal inicia su primer proyecto profesional: Santa María Micaela. Sería el último. Sancho explica la trascendencia del reto: “Se trata de una experiencia singular, y no solamente en el contexto valenciano, radical (en sentido literal y virtuoso) que aporta a nuestra ciudad la incorporación construida de buena parte de la tradición y principales referentes del racionalismo…”. Añade la divulgadora Merxe Navarro: “Que Artal haya tenido la capacidad de entender, desarrollar y adaptar el brutalismo que se encontraba en pleno apogeo en aquel momento con la poca información al respecto que recibía me parece digno de admiración. Además la combinó con otras arquitecturas como la japonesa o la árabe en su uso del agua y cómo pasar de un espacio más público a uno más privado o el desarrollo del muro cortina de la fachada que en aquel momento al no haber empresas especializadas habia que hacerlo prácticamente a mano. Una verdadera obra maestra de la arquitectura que habla de lo excelente arquitecto que era Artal”.
Poco después proyectó planteamientos parecidos pero la incomprensión de las clases medias destinatarias de sus obras terminaron desbaratando sus pretensiones. Decepcionado con el contexto se marchó a Inglaterra, país de origen de su mujer. Formó parte de la construcción del aeropuerto de Gatwick. Un breve regreso, en 1964, le permitió recuperar la esencia de Santa María Micaela en unos apartamentos de Xàbia, pero la iniciativa terminó de asestar el último golpe de su desencanto. Con apenas 35 años se retiró de la arquitectura y no quiso nunca más saber nada al respecto. Desde entonces su única obra en València fue cobrando prestigio entre la profesión. Aunque aún hoy es posiblemente el edificio más infravalorado de la ciutat.