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ELS QUATRE CANTONS  / OPINIÓN

Se busca follamigo con segunda residencia para confinamiento perimetral

7/02/2021 - 

Con la manera de afrontar la pandemia y la gestión política y jurídica que se deriva de ella,  definitivamente orientada a aguantar como sea posible con toda la actividad económica en marcha que el número de muertos diarios nos permita logísticamente, las restricciones de nuestras autoridades han apostado decididamente en esta fase por regular la vida social. Más allá de la finalidad de las restricciones que se suceden, indudablemente compartida por todos -contener la expansión de la pandemia-, del mejor o peor tino de las autoridades a la hora de identificar las claves que puedan ayudar a alcanzarla o de la muy cuestionable temporalización de las oleadas de “duras pero necesarias decisiones” -por eso de que muchas veces parece más secuenciada para santificar las fiestas y salvar otras jornadas de guardar-, resulta interesante analizar la nueva moralidad pública que se desprende inevitablemente de las medidas adoptadas.

De los consensos sociales, mediáticos y políticos, plasmados luego de forma más o menos afortunada en las regulaciones y restricciones que casi quincenalmente se nos van viniendo encima, ha emergido también un listado de actividades o conductas que son mejor o peor valoradas por la sociedad. Ir en coche o a pie o en bicicleta a los sitios, usar el transporte público o no, comer en terraza, usar la mascarilla en entornos familiares, hacer deporte al aire libre acompañado y protegido o “escape libre”, ser más o menos generoso pasando reuniones a telemáticas en el mundo laboral, ponderar las virtudes de la docencia presencial frente a la mayor seguridad de la que se lleva a cabo on-line, decidir si enarbolar mascarilla en una comida con no convivientes entre plato y plato o entre trago y trago… ¡Son muchas las pequeñas decisiones de nuestro día a día que han adquirido a lo largo de estos meses un nuevo cariz ético por sus consecuencias respecto de los demás! Incluso el tipo de mascarilla que se emplea cotidianamente responde a una elección donde confluyen muchos factores -también económicos, por cierto- y de los que los demás, inevitablemente, no podemos dejar de tomar nota.

Los gobiernos, y también el gobierno valenciano, no disciplinan todos estos aspectos hasta el último detalle, pero sí establecen las restricciones que se juzgan esenciales en cada momento para contener la pandemia. También las correlativas exenciones, a partir del peso que se da socialmente a factores cuya importancia social o individual entendemos que las justifican. A partir de ahí ha emergido una nueva moralidad pública, amparada por su plasmación en boletines oficiales, de contornos a veces dudosos, muchas veces extremadamente hipócrita, pero también muy interesante como reflejo de la sociedad en que vivimos. 

FOTO: KIKE TABERNER

Pues bien, si analizamos el Diari Oficial de la Generalitat Valenciana dos llamativas conclusiones saltan a la vista, máxime si tenemos en cuenta que, además, este tipo de medidas no han suscitado apenas comentario ni críticas, ni entre la ciudadanía ni entre la oposición. En primer lugar, hay que constatar que para la nueva moralidad social compartida el bienestar emocional y sexual de la población es un valor de gran importancia, que justifica casi siempre excepcionar algunas restricciones. Además, y esta segunda constatación es mucho más sorprendente y también inquietante, se ha acabado imponiendo la visión de que las personas en una buena situación social y económica han de poder disfrutar de ella sin que las restricciones deban afectarles demasiado. Porque se lo han ganado, o algo sí, por lo que parece. Ambos vectores, con independencia de cómo de bien o mal nos parezcan, cuentan a día de hoy con un explícito respaldo normativo y son un buen ejemplo de la emergencia en un caso de nuevos valores sociales y que, más allá de que se pueda entender o no cómo se declinen, es interesante tener en cuenta; mientras que en el otro nos devuelven una imagen realmente desagradable de nosotros mismos como sociedad.

La primera constatación, como decía, no es tan conflictiva, pero sí interesante. Se refiere a cómo los poderes públicos permiten sistemáticamente aligerar restricciones cuando se trata de cuidar el bienestar emocional y sexual de las personas, particularmente de las que viven solas, en el sobreentendido de que éstas puedan haber padecido en mayor medida las consecuencias del confinamiento de 2020 y de las restricciones que desde entonces se han venido sucediendo. Se trata de una medida que, además, ha sido común en otros países. En Europa hemos visto casos donde incluso se ha reglamentado una especie de certificado de pareja sexual que permitía reuniones durante los confinamientos más estrictos, aliviando así la soledad y algunas de sus consecuencias emocionales o psicológicas más duras. 

También en España las normas autonómicas más recientes han permitido vías de escape más o menos en esta línea. Por ejemplo, a día de hoy, en la Comunitat Valenciana no es posible reunión social bajo techo alguna con no convivientes -aunque obviamente sí se permite acudir a casa ajena por motivos laborales o de cuidados- pero, en cambio, el Consell ha introducido lo que podríamos llamar “cláusula Tinder”, permitiendo que dos personas que sean pareja no conviviente sí puedan tener los encuentros que consideren convenientes -la cuestión de si limitar a dos personas esta posibilidad atenta contra los derechos de quienes profesan orientaciones sexuales más festivas y participativas la dejamos para otro día-. También se permite a las personas que vivan solas que elijan un núcleo de convivencia ajeno al suyo al que tienen derecho a unirse para socializarse, en todas las dimensiones que tengan a bien -la norma, sensatamente, no aporta más detalles sobre el particular, generando quizás una posibilidad de alivio para los perjudicados por el límite numérico anterior-.

Estas medidas parecen bastante razonables como orientación general -sobre todo para confinamientos o restricciones que se prolongan en el tiempo, como es obvio-, pero resultan sobre todo interesantes por lo que nos cuentan respecto de la escala de valores de la sociedad en que vivimos. Por llevar la regulación del Consell al lenguaje coloquial, no nos estaría permitido quedar en casa con un amigo o una amiga pero sí con un “follamigo” o una “follamiga”, siempre y cuando nos concedamos recíprocamente la condición de “pareja no conviviente”, siquiera sea para esa noche o esas horas. En este caso, además, y a diferencia de lo que ocurre con la inclusión de las personas que viven solas en una unidad de convivencia más amplia, ni siquiera expone el decreto que durante los quince días que se prevén de vigencia de las medidas sólo pueda haber una “pareja no conviviente”, sino que el silencio de la norma explicita claramente que esto queda a la libre determinación de cada cual. Claramente, tras salvar la Navidad, había que salvar también San Valentín. Y nadie va a reprochar al Consell su preocupación por amparar jurídicamente algo que va más allá de los cuidados estrictos: los mimos, el amor o, pura y simplemente, el deseo. De hecho, nadie lo ha hecho. Una cosa que hemos aprendido es que para la moralidad social dominante ni la necesidad de evitar contagios con una pandemia disparada justifican quince días sin Tinder. ¡Que además quienes más lo usan son las clases sociales que luego más votan! 

FOTO: EFE

También votan comparativamente más, y además tienen más capacidad de influencia a todos los niveles, las clases sociales económicamente mejor situadas. Unas clases sociales que viven en mayor proporción en zonas de chalets, urbanizaciones de más o menos pisto y entornos con más espacios verdes para pasear o realizar cualquier actividad de ocio al aire libre. Además, y como es sabido, son propietarios en mucha mayor proporción de segundas residencias. Sorprendentemente, o no tanto si atendemos a su ya legendaria peculiar forma de entender la sensibilidad social, el Consell ha decidido establecer duras medidas de confinamiento en fin de semana -porque ya se sabe, lo decíamos al principio, que la vida económica ha de seguir todo lo posible, de modo que hay que restringir preferentemente otras actividades- que provocan el efecto de dar toda la libertad de movimiento a quienes tienen chalet o apartamento en la playa mientras recluyen en las grandes ciudades valencianas a los que no son multipropietarios.

¿Cuál es la razón de esta peculiar decisión? ¿Son menos valencianos quienes tras un par de décadas de culto al PAI no han sucumbido a sus cantos de sirena y por ello les concedemos menos derechos? Probablemente es más sencillo y menos reflexionado: quien tiene segunda residencia o vive en alguna de las zonas premium de nuestras áreas metropolitanas, en sus urbanizaciones y chaletitos, y entiende como normal poder organizar su vida contando con ella ni siquiera se percata del espectacular agravio comparativo que introduce la manera de organizar el confinamiento perimetral de fin de semana que ha establecido el gobierno valenciano. Con estar antes de las tres de la tarde del viernes en esa segunda residencia o camino de ella, o con que se viva en alguna de las zonas premium -por cierto, pagando impuestos como los demás, pero exigiendo servicios mucho más costosos y obligando a costes ambientales que pagamos también entre todos-, todo arreglado: se puede pasar el fin de semana paseando por ahí, haciendo deporte, excursiones, visitando otros municipios de menos de 50,000 habitantes y, por supuesto, acudiendo a los centros comerciales y demás locales de ocio abiertos porque the show must go on. Mientras tanto, el resto de ciudadanos de los municipios confinados, ¡que se queden en casita todo el fin de semana que hay una pandemia y hay que parar los contagios!

La ausencia de crítica alguna ante este trato tan abiertamente disímil a los ciudadanos por su condición económica dice mucho de la moralidad pública dominante. También nos permite aventurar, sin temor a equivocarnos demasiado, dónde residen mayoritariamente nuestras clases dirigentes e intuir que quienes tienen voz en el debate público, en el peor de los casos, suelen disponer de una segunda residencia aunque sea modesta. Razón por la cual están encantados de la vida, más allá de preocuparse sobre cómo organizar, si acaso, la recogida de los niños del cole concertado para que quepa en alguna de las posibles autorizaciones para pasar a territorio comanche, caso de que sea necesario. Incluso, si tienen mando en plaza, también se pueden organizar la vida laboral para montarse tours de fin de semana en el supuesto, poco probable, de que puedan quedar dentro de la restricción. O, si ya analizamos los estratos superiores de la pirámide de la sociopatía, directamente exigen desde sus paseos por el campo y vida de chalet o urbanización que, además, se cierren los parques y jardines de las ciudades donde han quedado confinados los pobres porque mejor que, directamente, las personas sin posibles ni siquiera salgan a la calle en fin de semana excepto si es para trabajar. Y es que, claro, ¿acaso no nos habían comentado ya que es que hay una pandemia y hemos de arrimar todos el hombro? ¡Pues eso! Resulta difícil encontrar un mejor ejemplo de la falta de empatía social y de sentido de solidaridad a la hora de afrontar las restricciones necesarias para combatir la pandemia que esta situación y estas actitudes.

Late en todo ello, además, un problema de fondo ya demasiado común a las normas que han venido disciplinando el comportamiento social en esta pandemia: su descarada hipocresía en no pocas ocasiones. Hemos establecido un toque de queda que impide sacar al perro por la noche -¡algo que incluso se permitió durante el confinamiento estricto!-, pasear al niño para dormirlo si está nervioso o salir a hacer deporte en solitario en ciertos horarios simplemente porque los poderes públicos se sentían incapaces de hacer lo que había que hacer -prohibir las reuniones sociales y cerrar la hostelería, recto y por derecho- y trataban de lograr el mismo efecto por medio de otras medidas. En ocasiones, es verdad, hacer las cosas de este modo, aun con medidas más bastas y generales, convertía las normas en más fáciles de hacer cumplir. Pero, en otras, ni eso. Es el caso de la regla del confinamiento perimetral de municipios grandes que encierra a las clases menos privilegiadas y deja toda la libertad a los listos y a los multipropietarios que, en cambio, es mucho más compleja de poner en práctica que el cierre de la actividad comercial en determinados horarios que, a fin de cuentas, es lo que se intenta conseguir -una sustancial rebaja de los aforos efectivos de los centros comerciales metropolitanos- por vía indirecta.  En estos casos, no sólo la hipocresía reluce más que el sol. También brilla con luz propia lo aislados que están en su burbujita quienes toman todas estas decisiones, rodeados de personas para las que la cita de Tinder semanal y el deporte o los paseos por la “urba” son primera necesidad de la que no se puede prescindir ni dos semanas, pero para las que la gente normal con la que no se relacionan en su día a día es sólo una molestia que expande el virus y a la que mejor dejar encerradita en su casa y sin que pueda siquiera pasear por la playa o ir a la parque del barrio. 

Luego, claro, habrá quien se sorprenda de lo mucho que cuesta convencer a la población sobre la necesidad de cumplir las normas, todas ellas, de forma estricta. ¿A alguien se le ocurre, entre paseo y paseo por la pinadita tras haber hecho deporte al aire libre y antes de pillar el coche para ir al centro comercial más cercano por la tarde o a hacer una excursión, por qué podría ser que algunas restricciones generen cierta desafección?

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