Corren malos tiempos para el influencer medio, también conocido por tener tan poca vida propia como para autodenominarse así. El mundo parece empeñado en evidenciar sus errores que, claro, se popularizan por efecto de la sobreexposición. Derivada de su pesadez omnipresente, parece haber una campaña sin fin en su contra. Una postura que no se entiende, porque, como ejemplificó algún filósofo manchego al hablar de Paquirrín, qué sentido tiene meterse con 'él' "si no ha hecho nada. Nunca".
El influencer inspira ternura como respuesta a sus valores. A saber: querer ser, aparentar serlo y, en el peor de los casos, evidenciar su soberbia al serlo. El influencer evoca con su existencia la necesidad de un abrazo constante al llegar a casa (y antes de que salga, si se le quiere, para retenerlo antes de que vuelva a dejarse en evidencia). Que se lo digan a las criaturas a las que tangaron en una tienda falsa de zapatos de Los Ángeles donde compraron pares de 20 dólares a 600 cucas.
Pero existe. El influencer existe, y lo que es peor: estafa con su existencia. El estudio más exhaustivo sobre el influencer marketing en España demuestra que de los 35 millones facturados por esta industria específica en 2018, 12 obtuvieron 0 euros de retorno. Mientras que la inversión ha crecido un 400% en el último año, la tasa de no retorno no tiene parangón. Tal es el desbarre que la misma agencia decidió hace unos meses crear una falsa influencer a la que posicionaron en un tris para vergüenza de todos.
La inversión crece, pero su reputación colectiva está por los suelos. Puede que esa imagen sea la que, por fin, conecte dos mundos alejados en apariencia y necesitados entre sí. Porque como cualquier otra rama de la publicidad, el influencer marketing va camino de la madurez y de encontrar compromisos sociales que le fortalezcan ante el desmaquillaje de los medios. Esa oportunidad la tienen en la de la naranja valenciana, producto de altísima calidad a la espera de una campañita desinteresada que mitigue su ruinosa realidad.
¿Qué le costaría a todos esos influencers valencianos hacerse un selfie durante el zumo mañanero o la naranja de después de comer?
En las últimas semanas se han acumulado las descorazonadoras talas de naranjos. Agricultores que ya no aguantan más y que, dado al precio al que el ínclito mercado paga el trabajo, prefieran dejar yermo el campo antes que la mínima cuenta bancaria. El excelentísimo señor ministro de Agricultura visitó el Palau de la Generalitat decirle a la cara al sector que se organice más y mejor para beneficiarse de más ayudas europeas. Y que si quieren pedir compensaciones o la cláusula de salvaguarda, van a tener que justificar las pérdidas.
El sector, que trabaja de sol a sol y hasta los días nublados (por pocos que aquí sean), no es precisamente el más informatizado ni transparente como para volcar en un clic los datos que Europa exige para compensar las pérdidas. Las fuentes desde Bruselas apuntan a que, hoy hay datos contrastables, o la petición de compensaciones quedará en agua de borrajas. Pero dijo Luis Planas que en lo que sí se podía incidir es en una campañita publicitaria y en reforzar la marca de prestigio que es –sin que el Gobierno se hubiera afanado en vindicarla en los últimos años– la de uno de los cítricos de mayor calidad del mundo.
Hete ahí la oportunidad, pero especialmente precisa para todos aquellos influencers valencianos. Presentadoras de televisión, modelos y cantantes (incluso músicos), cómicos y humoristas, futbolistas todas (y todos), periodistas expatriados, motociclistas, runners y corredores, chicas fitness, cocineras veganas, padres vegetarianos, viajeros incansables, historiadoras, medievalistas, divulgadoras científicas y ratas de laboratorio, maquilladores, peluqueras, gamers y personas de bien. ¿Qué os costaría un selfie con el zumo mañanero, un stories mientras os lo preparáis o una foto de lo más retocada introduciendo vuestros pulgares en el corazón de una naranja?
No importará tanto que sea valenciana como que lo digáis. Al fin y al cabo, al común de los mortales ya se nos ha hecho callo en el ojo de ver mentiras piadosas en cualquiera de vuestras publicaciones. Pasear entre campos de l'Horta y ver los árboles vencidos del fruto va a acabar por convencerme de que es mejor irme a pasear a la playa y evitarme el mal trago durante siete u ocho kilómetros preguntándome si una de las pocas identidades que aún nos unen acabará desapareciendo. No sé si lo sabríamos encajar. Lo que nos faltaba.
Llamadlo challenge si hace falta, usad un hashtag originalísimo tipo #NaranjadeValència o ponedle la etiqueta que más convenga, pero vosotros que podéis y a menudo hasta sabéis, echad una mano sin pedir nada a cambio –por una vez– y ayudad a salvar la naranja valenciana.