RECETA PARA COCINAR A UN PRESIDENTE

Se están comiendo a los caníbales

Comer personas no está bien, el canibalismo es una cosa bastante fea. Dicen que hay una tribu aislada, los Korowai en Papúa Nueva Guinea, que practica el canibalismo en la intimidad de la selva, lo que así en la distancia- y no se me ocurre mayor distancia hoy en día- consigue sacar a pasear a nuestros más oscuros fantasmas, nos despierta un espanto indigesto, un terror visceral y también cierta fascinación

| 28/07/2017 | 6 min, 23 seg

Algo más cerca sin embargo, aquí mismo, comerse a un Cristo tiene buena fama, la iglesia lo suministra en raciones esféricas junto con un buche de sangre de su sangre para que pase bien. Claro que todo es simbólico en la religión ¿o no?
Hace unos años, cuando Krahe quiso compartir  la receta de Cómo cocinar a un Cristo (era al horno, dificultad: principiantes) lo sentaron en los tribunales por no considerarlo un plato de gusto. Tal vez el Cristo estaba soso, o había quedado seco. Simbólicamente, digo.

Animada por su ejemplo, y quién sabe si por los Korowai, también yo quise aportar mi granito de arena creativo a la cocina caníbal y me decidí a cocinar un presidente a ver qué tal quedaba.

Esta era la receta:

Se coge un presidente de gobierno, que sea fresco a ser posible, con menos de dos años de mandato, con la carne aún dura (si no tienes confianza con tu carnicero, para saber si es tierno, basta con golpear la carrillera repetidas veces y comprobar que conserva la sonrisa).

Se prepara la carne: se deja un par de horas macerando en hierbas provenzales y acuerdos monetarios internacionales  para que se reblandezca. Se seca. Se le recortan los pelos de las piernas, de las axilas, se le recortan las uñas, los espolones, los colgajos, las pieles sobrantes. Se le recorta, se le recorta, se le recorta, se le recorta, se le recorta, hasta que la carne aparezca perfectamente limpia.

Luego se trocea, y se sofríe junto a unos ministros y unos asesores (pueden ser morrones). Si se tiene algún presidente de la patronal a mano, también se le puede añadir ya que le da un puntito picante. (La receta original es con chorizo pero el chorizo potencia en exceso el sabor y resulta redundante al paladar. Así, el guiso queda más fino)

Se riega todo con un vasito de sangre de banquero (el resto puede servir para hacer morcillas), se tapa y se deja cocer a fuego lento para que los ingredientes suelten sus jugos y el caldo espese.

Se sirve acompañado de patatas a lo pobre.

Creo que es una receta tradicional que no ha perdido su sabor. En cualquier caso hoy le añadiría algún imputado de cultivo ecológico y un par de guindillas populistas si acaso.

Bromas aparte, recetas aparte, la brillante ocurrencia borgiana de “se están comiendo a los caníbales” aparte, lo cierto es que el canibalismo no solo no está bien visto sino que además está muy mal visto, que diría el ingrediente principal de nuestra receta. Y eso a pesar de que la mitad de nuestras culturas primitivas lo practicaban, incluso civilizaciones avanzadas como los aztecas lo practicaban, ya fuera como un arma para apuntar directamente a las pesadillas del enemigo o como ofrenda para los dioses. Los había incluso que propugnaban un canibalismo digamos de respeto: en los ritos funerarios, las mujeres se comían al difunto para que esa carne pudiera regenerarse en los futuros herederos que parirían. Pero todos sin excepción dotaban al acto de comer carne humana de una connotación simbólica.

Hoy, muchos años después, el símbolo ha cambiado y salvo aquel japonés que se comió a su novia y los Korowai, existe un consenso al considerar el canibalismo como una práctica aberrante.

Pero sigamos bajando por esa escalera de caracol desvencijada.

El otro día echaron en la Dos un documental sobre el Serengeti en el que un presentador muy simpático visitaba una tribu africana y aprendía a decir hola en su lengua, la lengua más antigua del continente, y los mayores se reían como niños y los niños estaban sentados sobre la piedra ancestral de la sabiduría y ese parecía ser el último reducto donde poner a salvo la inocencia del planeta.

Al día siguiente los acompañaba a cazar. A cazar monos. Al presentador se le quedaba cara de hidrocución severa, blanca y descompuesta, con toda la contradicción existencial del hombre posmoderno en la mirada al conocer que eran primates lo que se disponían a abatir.

La caza resultaba fructífera. En la imagen siguiente, dos aborígenes asían cada uno de una mano al mono muerto- una manita negra con sus cinco dedos- y lo despellejaban.  Con alegría lo despellejaban. Lo asaban al fuego y le daban a probar al presentador- ¿Hay algo más humano que un mono? Un mono es más humano que un humano de la misma manera que un plato casero es más casero en el bar. Los nativos mordían con ganas la carne, con sus colmillos inocentes y blanquísimos rasgaban la única fuente de proteína que la naturaleza en forma de selva ponía a su alcance.

Y el pobre presentador, que era un tipo bastante majo y además estaba hambriento tras la dura jornada, declinaba amablemente: he desayunado fuerte, unos huevos neoliberales con su beicon crujiente neoliberal y su café con leche.  

En un puñado de fotogramas, había pasado de ser un trabucaire desnaturalizado perteneciente a la raza blanca de los culpables, responsable directo de la deforestación mundial y la desecación del planeta y la degradación moral de Occidente a ser un refinado hombre ilustrado, defensor a ultranza de los derechos básicos de todo ser vivo.

Claro que cualquier hecho es cultural, acaso simbólico.

Al final, por no hacerle un feo a su anfitrión homo sapiens, tomaba la carne de mono y la probaba: sabe a caza, decía con levedad ontológica.

En esta vida, los límites son borrosos y eso duele. A mí me duele mucho. Pero sigamos bajando.

Si leísteis Elizabeth Costello, de Coetzee, también os dolería. Ya no por comer monos, Coetzee, travestido de Elizabeth, nos llama nazis por permitir las terribles torturas a las que sometemos a los pollos allá en las granjas. En su exaltación del vegetarianismo, me llama nazi por permitir que esto suceda, no ya por comerme el pollo, que me lo como, sino por permitir este genocidio, que lo permito.

Descendiendo por la escalera ética, peldaño a peldaño, de comerse a un enemigo, de comerse a un cristo, de comerse a un presidente, de comerse a un primate (no sé si el orden es correcto), de comerse a un pollo, una llega a ese rellano en penumbra donde busca el interruptor mientras se pregunta si el salvajismo es inherente a la vida, si la supervivencia implica necesariamente crueldad, si al bebé primate le consuela el recuerdo simbólico de su madre muerta, o todo lo contrario. Si dentro de unos años no veremos el hecho de comer animales como vemos hoy el canibalismo. Y qué otras formas de violencia metafórica habremos inventado para entonces.  

Sigo cayendo por esa escalera.






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