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La encrucijada / OPINIÓN

Sector público, sector privado

17/08/2021 - 

Con toda modestia lo confieso: me muevo entre la duda y el escepticismo cuando escucho muchos de los discursos económicos que pueblan los foros y medios de comunicación. La impresión percibida se desprende del amplio uso de cierto tipo de fe como último fundamento económico. Tanto da que la doctrina sostenida se amague tras la defensa a capa y espada del sector privado que del público. Lo que se abstrae en ambos casos es una esfera sin fisuras que auto-contiene una verdad única e insuperable con nulas o muy escasas ambiciones de apertura.

En este terreno, si la desaparición de las empresas con números rojos demuestra la eficiencia que el mercado imprime al sector privado, la aparición de pérdidas en el sector público ratifica, más allá de toda duda, la ineficiencia de este último. De poco sirve argüir que, en su tránsito hacia un estadio zombi, las empresas privadas con dificultades insuperables eluden pagar salarios, facturas de proveedores, créditos, impuestos y cotizaciones sociales: un conjunto de “costes de eficiencia”, atribuibles al funcionamiento del mercado, que no empaña la contundencia con que se defiende su superioridad- ¿Será así cuando dispongamos, alguna vez, de estadísticas sobre el importe de lo que representa, para un territorio, como el valenciano, la limpieza de sentinas que cada año realiza el barco de su peor economía?

Junto a los costes mencionados se alinean los económicos y sociales que surgen de las externalidades negativas, en la parte que corresponde a la actividad del sector privado, y los vinculados a la generación de burbujas financieras, inmobiliarias y de materias primas. Desde otro ángulo, cabe incorporar como un tipo más de costes, en este caso para consumidores y usuarios, los beneficios extraordinarios que se obtienen del control monopolista u oligopolista de diversos e importantes mercados.

La anterior lista, aunque incompleta, parece sugerir que algún tiempo y momento merece la revisión de esa pasión por las fronteras inamovibles con la que algunos acogen su vis a vis con el sector público. Cierto es que los defensores a ultranza de éste también están llamados a su propio ejercicio de reflexión, por más que evidencias bien próximas hayan mostrado la intensa necesidad de su presencia. Basta incorporar a la ecuación demostrativa su rol en las crisis de 2008 y 2020.

La necesidad del sector público no alivia, sin embargo, la urgente necesidad de aplicarle importantes correcciones ¿Qué queda por hacer? Ya resulta cansino, por reiterado, que se insista en intensificar su eficiencia, como lo es que se avance tan lentamente en la concreción de ese desiderátum genérico. De hecho, ante este arrastrar de pies, algunas orientaciones existentes en el tablero político deberían aclarar si por sector público entienden la titularidad y gestión de los servicios amparados por éste, únicamente la primera o bien, reteniendo la titularidad, un mix de gestión público-privada.

Esta última ha reclamado la atención, una vez más, como circuito para la aplicación de los nuevos fondos europeos. También aquí las aclaraciones de los decisores políticos son más que necesarias a fin de acotar qué abarca la gestión público-privada: ¿servicios públicos fundamentales, infraestructuras económicas, centros de investigación, servicios de seguridad…? Como tercer punto a dilucidar se encuentra la forma de fijar la anterior colaboración. Las fórmulas pueden ser diversas y discutibles, pero no lo son tanto, una vez recordada la experiencia valenciana, los principios en los que conviene basarlas: concurrencia real, confianza mutua fundamentada sobre lealtad, transparencia y colaboración constructivas, reglas de juego estables, dación pública de cuentas y resultados, mejora permanente de la gestión como objetivo común y adhesión a un órgano de arbitraje que dilucide las posibles diferencias con la mayor eficacia y equidad.

Del nuevo sector público forma también parte que el conocimiento de su personal se sitúe al mismo nivel que el presente entre los mejores trabajadores y profesionales privados. Cuesta entender cómo se renuncia a lo que es la primera ratio de la acción operativa de un gobierno: su comprensión de lo que sucede en la sociedad, por técnico y complejo que sea, e inferir las consecuencias que se desprenden de los cambios en el sector privado y de su interacción con el público. Ausentarse de ese terreno supone premiar un estilo mediocre de organización y abocar a los responsables públicos a la improvisación, cuando no a la ceguera en la toma de decisiones relevantes: ¿cuándo la administración valenciana buscará promocionarse entre los mejores estudiantes universitarios y de formación profesional? ¿Cuándo romperá las leyes de hierro de los sueldos públicos que los amarran a una igualación artificial e injusta y, al mismo tiempo, tan útil para los intereses de algunos grupos de presión?

Aunque sea el último en mencionarse, el renglón más necesitado de atención en los próximos años, para la puesta al día del sector público, es la integración presupuestaria de los nuevos objetivos estratégicos valencianos necesarios para crecer con la orientación que reclama la tercera década del siglo XXI. No todo es equivalente ni admisible, como tampoco lo son los sesgos con que algunas exquisiteces políticas olvidan las tasas de paro autonómicas. Parece razonable buscar una orientación que sume la atención a las asignaturas pendientes de la economía valenciana con la prestada a las empresas que asumen ser fuentes de crecimiento optando por la riqueza de las ideas, las opciones personales y comunitarias de minimización de la huella de carbono y las actividades ricas en inteligencia ética.

Llegados a este punto, las discusiones dogmáticas sobre la superioridad relativa de los sectores público y privado no merecen formar parte del marco prioritario de la controversia. La nave Tierra y sus habitantes arrastran varias averías y parecen esperarles otras que exigen de anticipación urgente por parte de ambos sectores. En tiempos de riesgos generales (en plural), el cultivo de las emociones disgregadoras y la desconsideración de la palabra como puente perjudica la fuerza de quienes, habitando esta vieja nave, nos responsabilizamos de llevarla en condiciones hasta las futuras generaciones.

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