Un viaje por la València sin pandemia ni gofres con forma de pene a través de los gestos de sus espacios culturales pasados
VALÈNCIA. Busque las siete diferencias entre la València cultural de 2012 y la de 2022. Le dejamos unos minutos para pensarlo. ¿Listos? Avanzamos, pues. Si se han dado el suficiente tiempo seguramente no hayan encontrado siete, sino diez, quince o veinte mutaciones en un agitado mapa que, independientemente de la pandemia -aunque también removido por ella-, cambia sus fichas hasta dejar una fotografía que inevitablemente nos muestra dos ciudades sensiblemente distintas. Hablamos de grandes aperturas de centros expositivos y del cierre de otros tantos; también del cambio de manos, de nombres; de nuevos festivales que aparecen y otras marcas que se diluyen y, entre tanto movimiento, un mapa que resiste los embistes del tiempo. Aunque, ojo, esto no quiere decir que no presente señales de un pasado que fue y del que ahora apenas quedan gestos, muestras de proyectos culturales que se han esfumado del mapa pero que la ciudad se resiste a olvidar. Señales a ninguna parte.
Las instrucciones para captar estas señales son bien sencillas, solo basta con estar atento a las miguitas de pan que han ido dejando para los más curiosos. Teléfono móvil en el bolsillo, por favor. La primera parada en este paseo nos lleva al cruce de la calle Maldonado con Guillem de Castro, por la que pasan miles de personas cada día. En esa esquina, en vibrante color violeta, luce una gran flecha que nos indica: “Círculo de Bellas Artes”. Usted está aquí, y el Círculo está allí. Caminamos hacia el centro artístico y, ante nosotros, la nada. Un portón cerrado a cal y canto desde hace años. La centenaria institución valenciana vivió su época dorada en el pasado siglo, un espacio de encuentro de creadores e intelectuales que, poco a poco se fue diluyendo hasta convertirse en una sombra de lo que fue. Su trágica muerte fue un suceso sonado, con un concurso de acreedores voluntario de por medio y hasta la desaparición de obras de autores como Pinazo o Benlliure, una trama de misterio que finalizó con el desembarco -gracias a un anónimo donante- de algunas de las piezas al Museo de Bellas Artes. De todo esto, claro, el mapa no dice ni mu, tal solo queda el recuerdo y esa brillante señal en el cruce de Guillem de Castro.
Seguimos callejeando por el centro histórico de València, una caminata que nos lleva serpenteando por el Mercat Central, la plaza del del Tossal y, un poco más adelante, nuestra segunda chincheta en el mapa de lo desaparecido. Muy cerca de la imponente plaza de la Virgen y a pocos metros del Palau de la Generalitat dormita la que en su día fue sede del Teatre Escalante. El espacio, ubicado en el número 5 de la calle Lánderer, permanece cerrado a cal y canto desde el año 2016, tras detectar problemas estructurales en el inmueble. La noticia fue un shock para las artes escénicas valencianas, que veían en el proyecto de la Diputació de València todo un símbolo que, entonces, peligraba. Desde entonces el proyecto ha funcionado ‘de prestado’, llevando su programación a salas como Les Arts o La Mutant con el fin de mantener viva una marca que desde hace más de un lustro funciona sin un patio de butacas propio. Si bien no eran pocos los que soñaban con volver a abrir la icónica sala, sus esperanzas se esfumaron con la decisión de la Diputació de construir un nuevo espacio en lugar de recuperar el antiguo, una nueva sede que todavía está por levantar y que se ubicará en el entorno del Nou Mestalla.
Ajeno a todo esto se muestra es cascarón del antiguo Escalante, que nos hace viajar a una València sin mascarillas ni gofres con forma de pene. En su fachada uno diría que no ha pasado el tiempo y, de hecho, así se muestra. A pesar de las puertas cerradas, una vitrina muestra una rica programación que incluye títulos como María la Jabalina, de Hongaresa; Miguel Hernández, después del odio, de Crit, o L’home invisible de Rodolf Sirera. Curiosamente esta agenda corresponde a un año después del cierre de la sede, octubre de 2017, pues las piezas se ubican en espacios como el Teatre Martín i Soler de Les Arts o la Sala Matilde Salvador de la Universitat de València. Pero en sus muros también convive el futuro, con unos dibujos que, a través de un código QR, nos redirigen a las redes sociales de sus autores (por si tienen curiosidad, @cosikass, @jarregart y @asosegat), una obras que nos dejan un mensaje que bien podría hablar de nuestro paseo por la València cultural desparecida: “Aquel día encontré un rincón mágico, creo que allí viven las hadas”.
Dejamos atrás la calle Landerer y nos sumergimos en el bullicio de las plazas de la Virgen y la Reina. Resistimos la tentación de comprar un helado y esquivamos a unos cuantos turistas hasta acercarnos a la plaza del Ayuntamiento, pero sin llegar a penetrar en ella. A pocos metros del corazón de València, en la calle Aluders, se sitúa un espacio expositivo que antaño era una parada obligada para los amantes del arte contemporáneo: La Gallera, una sala que está más que acostumbrada a cerrar y abrir ciclos. El espacio, cuyo nombre original era Circo Gallístico, fue construido en 1870 para acoger una actividad que hoy nos resulta bien extraña. Sí, hablamos de peleas de gallos. El fin para el que fue construido explica su singular arquitectura, un espacio que cuenta con un ‘escenario’ central poligonal rodeado en varias plantas por gradas para el público y que, ciertamente, dificulta encontrar nuevos usos.
Las batallas de gallos desparecieron -por suerte- de la vida social valenciana y eso dio paso a una nueva función como centro de arte contemporáneo, bajo el ala del Consorci de Museus de la Comunitat Valenciana. Allí se derivó la creación más contemporánea, de mano de artistas como Fermín Jiménez Landa o Greta Alfaro, convirtiéndola en todo un símbolo del circuito expositivo de la ciudad. Pero si algo caracteriza a este circuito es que siempre cambia y, con el nuevo proyecto del Consorci sobre la mesa, se optó por prescindir de la sala de propiedad privada, ahorrándose un alquiler anual de 38.000 euros y potenciando un entonces renovado Centre del Carme (y, por ende, Consorci). En su fachada hoy hay pocos indicios que apunten a su pasado reciente. Sus portones permanecen cerrados y cubiertos de pintadas, tan solo acompañados por el cartel de una inmobiliaria dispuesto a frenar a aquellos despistados guiados por webs sin actualizar: “Disponible”.