Hoy es 6 de octubre
VALENCIA. Aunque a veces pueda parecer que somos criaturas surgidas del averno, los críticos musicales también tenemos madres y las veneramos como el que más. Me gustaría tener el talento de Richard Ford para poder explicar mi relación con la mía, así como la que mantiene ella con mi vocación profesional, pero me temo que solo puedo ofrecer el texto que viene a continuación.
La mujer con el pañuelo en la cabeza que mira sonriente en la foto de arriba y que se parece a Pier Angeli, se llama Raquel Torres y es mi madre. La fotografía fue tomada a finales de 1965, en el número 10 de la calle Palomar de Valencia. Entonces, ni mi madre ni mi tía Felicidad, la mujer que sujeta al niño de las gafas oscuras -que evidentemente, es un servidor- en el otro extremo de la imagen, lo sabían, pero esas gafas estaban donde estaban por alguna razón. A mi tía y a su marido, Rafael García, les divertía ponerme sombreros, bufandas, boinas, para luego inmortalizar el resultado con la cámara; no tenían hijos y mi llegada al mundo llenó de alguna manera ese hueco afectivo. Colocarme aquellas gafas oscuras solo fue una enternecedora ocurrencia más, pero visto desde el presente, y dados mis gustos y mis trayectoria, es como si en medio de aquel juego de admiración hacia el bebé de la casa, hubiese surgido la primera pista acerca de lo que me deparaba el futuro. Me gusta pensar que, ese día, convertido por unos instantes en el aspirante a miembro de una versión de guardería de The Velvet Underground, apareció por primera vez ser la criatura que estaba destinado a ser. El hecho de que en esa imagen esté junto a mi madre no hace más que incrementar su poder simbólico.
Durante los años posteriores a esa instantánea, el niño con gorrito de lana, pañales y gafas oscuras fue creciendo para ir pareciéndose cada vez un poco más a aquello que he acabado por ser. Mi madre, obviamente, fue testigo de excepción en ese proceso. A partir de determinada etapa de mi pubertad, cada vez que entraba a mi habitación, se encontraba con un panorama para el que nada ni nadie la había preparado. Los pósters de Lou Reed que venían con el Popular 1, las fotos de Patti Smith arrancadas del Vibraciones; y un poco más tarde, imágenes de David Bowie, afiches promocionales rescatados de algún cambio de escaparate en Harmony, imágenes de Iggy Pop medio desnudo, fotografías en blanco y negro de Television y Devo. Mi madre debió respirar tranquila el día que empezaron a proliferar las imágenes de Debbie Harry en las paredes de mi cuarto, pero ni antes ni después de eso protestó, nunca dijo nada al respecto de la decoración que yo iba imponiendo y cambiando. Al igual que mi padre, ella me dio libertad para crecer, consciente de que iba a hacerlo en un periodo libre de miedos atávicos, de que yo tenía la oportunidad de poder vivir cosas con las que ella solamente pudo soñar en voz baja y a escondidas.
Cuando debido a mis aficiones musicales empecé a frecuentar amigos que casi siempre eran mucho mayores que yo, mi madre tampoco se escandalizó. Lo único que le preocupaba era que no me metiera en líos, pero al margen de eso, aceptaba con la sinceridad de su sonrisa –la de la foto- a cualquiera de mis amigos sin inmutarse por la longitud de su pelo o por el atuendo que llevasen. Eso sí, esgrimía una fidelidad inquebrantable a sus principios estéticos. Un día, después de haber llevado merendar a uno de mis colegas, nada más marcharse éste me comentó: “Rafa, qué feo es ese chico, pobret”. A lo que yo repliqué: "No creo que sea tan feo, mamá, liga muchísimo”. A lo que ella, entornando los ojos en un ademán de desesperación dijo, “Hijo mío, no ofendas a Dios”. Toda una declaración de principios teniendo en cuenta que mi madre siempre ha sido una creyente freestyle, y digo eso por no decir que es una atea muy discreta. Sea como sea, nunca he olvidado esa frase, como tampoco he olvidado otras que forman parte de ese increíble imaginario que es mi madre. Una mujer que no se cansaba de decir que Manolo García le parecía muy atractivo cuando lo veía en televisión cantando con El Último de la Fila; la misma que cuando recuerda las proposiciones deshonestas de un jefe que tuvo, y de cómo el hecho de no aceptarlas le impidió también mejorar las condiciones de su empleo, lo hace sin el más mínimo rastro de amargura, con la gracia que tienen las madres para acordarse de ellas mismas incluso en las peores épocas de adversidad.
Andy Warhol evitaba siempre nombrar a la muerte y cuando tenía que referirse al fallecimiento de alguien decía que alguien se había ido a comprar a los almacenes Bloomingdale’s. De un tiempo a esta parte, mi madre utiliza una expresión que a su vez también usaba la suya. Mi abuela materna, que también se llamaba Raquel, se refería a ese inevitable momento en el que abandonamos este mundo diciendo “fulanita se ha ido a la Argentina” o “cuando yo me vaya a la Argentina…” Esa elipsis me parece fascinante, especialmente el hecho de que tanto mi abuela como mi madre la hayan aplicado valiéndose de un punto geográfico que se les antojaba tan lejano como el mismísimo más allá, porque en los tiempos de mi abuela, irse a la Argentina desde Valencia debía implicar el no volver jamás. Una frase que, por su naturalidad y también por su aplastante lógica, se convierte en algo tan inapelable como lo son algunos de los más célebres aforismos de Warhol. Los paralelismos y las casualidades siempre están ahí, solo hace falta tener ganas de verlos para poder detectarlos. Mis tíos, Feli y Rafa, hace muchos años que se fueron a la Argentina, y mi abuela Raquel también decidió emigrar allí. David Bowie debe de estar buscando a Andy Warhol y Lou Reed en Bloomingdale's.
Cuando volví de la mili en el verano de 1984, anuncié -como acto de insurgencia a posteriori- que iba teñirme el pelo de rubio y a llevarlo cardado Ahí Raquel sí que protestó un poco. Pero solo un poco, porque después era ella quien me lo cardaba algunas de las noches en las que salía a exhibir mis 21 años con aquella cresta cobriza. A esa edad aparecí por primera vez en televisión, en La Edad de Oro hablando sobre Alaska y Dinarama. Rubio y cardado, por supuesto, aunque en esa ocasión el peinado fue obra del departamento de peluquería de TVE. Mi madre disfrutó viéndome en televisión, rodeado de todas esas criaturas aún más extrañas que yo y de gente todavía más cardada que yo. A ella le pasa como al protagonista de Satellite Of Love de Lou Reed, le encanta ver cosas en televisión y sé que algunos de sus grandes momentos de satisfacción han estado ligados a mis apariciones en la pequeña pantalla, entrevistando a Lou Reed o hablando con Dover en el Séptimo de Caballería de Miguel Bosé.
https://www.youtube.com/watch?v=rMzeZWDe4Tg
Como no podía ser de otra manera, a mi madre le encantan mis fotos con músicos famosos. Le llena de orgullo especialmente la foto con Camilo Sesto, del cual ha sido siempre fan acérrima, sobre todo después de la muerte de Nino Bravo, a cuyo entierro he de decir que acudió, porque como lea esto y se entere de que no lo he dicho me la cargo. La primera vez que entrevisté a Camilo, en 1998, le comenté que mi madre y sus primas –Cuqui y Carmen- le admiraban muchísimo, así que él ni corto ni perezoso, improvisó ante mi grabadora una versión de El amor de mi vida, para terminar colocando al final del estribillo un inesperado Raquel. Cuando le hice escuchar la dedicatoria por el auricular del teléfono se puso a llorar de la emoción como si de repente hubiese regresado por sorpresa a los últimos días de su juventud.
https://www.youtube.com/watch?v=bsd4qwzTvbk
Como una película de amor
Meses atrás, revisando cajones y carpetas, mi madre apareció con un montón de papeles: recortes viejos artículos míos que había ido recopilando con los años, que desde hace tiempo conviven con fajos de fotos de antiguos veraneos, bautizos y comuniones. Hace años que a Raquel le cuesta mucho trabajo leer debido a complicaciones de salud. Tampoco las tengo todas conmigo de que, de no haberse dado esta circunstancia, y por muy madre mía que sea, se hubiese empapado de mis entrevistas con Beck, The Cramps, The Kills o Morrissey. Solo sé que le basta con saber que las hago, que escribo de lo que me gusta ; y con verme feliz. El otro día, mientras le explicaba algunas de las cosas que ocupan mi tiempo actualmente, le hablé de esta sección. Al conocer el título exclamó: “Los recuerdos no pueden esperar. ¡Qué bonito! Parece una película de amor de cuando yo era joven”. Uno vive ufano porque cada semana lanza un guiño más o menos velado a Talking Heads y de repente todo da una vuelta de campana a consecuencia de una frase materna. Ahora, cada vez que escribo uno de estos artículos no puedo dejar de acordarme también de Douglas Sirk.
Cuando escribo, veo constantemente esa foto, pegada en el corcho que tengo frente a mí, y recuerdo de dónde vengo y lo mucho que le debo a mis padres. La observo porque hay misterios del corazón que todavía no sé descifrar, pero si existen claves para comprenderlos, solo pueden estar en la sonrisa de Raquel Torres, la mujer que es mi madre.