El 27 de octubre se cumplieron tres años del fallecimiento de Lou Reed. Su pérdida ha dejado un cráter enorme y oscuro en el mundo de la música y de la cultura. Lo que decían sus canciones no está escrito en ningún sitio más.
Los artistas que se convierten en algo más que diversión y buenos momentos pueden tener una importancia decisiva en la vida de quien los contempla. Las estrellas del rock cumplen mucho más fácilmente cumplen con esa función. Se cuelan en la vida de los adolescentes y posiblemente se queden siempre en ellas. Al estar hechos también de imagen, resultan tremendamente visuales. Hasta que tenemos la edad suficiente para verlos de otra manera son como dioses paganos. Pertenecen a un mundo que solo podemos soñar, y así es hasta que el tiempo nos desvela la realidad: también sufren, ríen, también están solos. Mueren igual que todos nosotros. Se mueren y nadie nos había preparado para ello.
Nunca seré capaz de expresar con exactitud lo que supuso para mí descubrir a Lou Reed. Visto desde el presente, 40 años después, identifico su presencia con el punto de fuga de un cuadro. Una marca invisible en el infinito hacia la que se dirigen las líneas que trazan una vida. Podía haber sido Elton John. Podía haber sido Eric Clapton. Podían haber sido The Who, Rick Wakeman. En 1977 la vieja guardia del rock estaba llena de mensajes magnéticos para un chaval criado en una ciudad pequeña, en un país que salía del fatal letargo del franquismo. Inglaterra ya se agitaba con el punk y en Nueva York surgían como setas grupos y cantantes desafiantes, artistas a los que también poder aferrarse.
Llegaría a todo eso tan solo un poco después, con la velocidad con la que se descubren las cosas a los 14, a los 15, a los 16 años. Pero primero fue Lou Reed. Ofrecía algo que los demás –Elton John, The Who, Rick Wakeman…- no iban a darme. Todo él estaba impregnado de misterio, de algo peligroso también. Había una mística. Todo lo que era Lou Reed, todo lo que yo veía en él tenía sentido aun cuando apenas era capaz de entenderlo. Era el salvoconducto para poder aproximarme a la vida adulta, protegido por una sabiduría y una belleza que ni siquiera eran habituales en la gente mayor que yo.
Lou Reed con el pelo corto y rubio, las gafas negras. La camiseta negra acentuando una delgadez que le hacía parecer un insecto monstruoso. La cazadora de cuero con los remaches metálicos en las solapas. Lou Reed una y otra vez en la portada de Popular 1. Los artículos de Ignacio Julià analizando con una pasión contagiosa llegarían también algo más tarde, junto con el punk, Patti Smith, Ramones, todo a la vez entrando como una gran bola de fuego en mi cuarto. La solemnidad de Berlin, sonando en una casete que alguien me grabó con la versión íntegra del disco.
En 1977, las versiones íntegras de los discos eran talismanes. Significaban que el pasado quedaba definitivamente atrás. Un pasado del que, por mi edad, solo empecé a ser plenamente consciente a medida que el país recuperaba su libertad. La discreta llegada a las carteleras de las películas prohibidas marcaba un ritmo impreciso. Viridiana, La naranja mecánica, El último tango. Una normalización jaleada desde las páginas de Interviú, Fotogramas, Cambio 16. El destape. Los discos que recuperaban su contenido original. Rock & Roll Animal con Heroin, la canción de Lou Reed eternamente fustigada por nuestra censura.
Proclamar que te gustaba Lou Reed no contribuía a ser el más admirado del colegio. Si hubiese sido un chico preparado para hacer lo que hacían muchos de mis compañeros –estudiar, aprobar, ser deportista, jugar al fútbol, gustar a las chicas- entonces supongo que me habría gustado Supertramp, Santana o Al Stewart., o los tres a la vez. Las cosas siempre suceden por algún motivo. Yo elegí a Lou Reed. Introduje en la privacidad de mi cuarto a un personaje que emanaba depravación. La mayoría de la gente lo conocía únicamente por Walk On The Wild Side, así que empeñarse en hablar de él era una buena estrategia para llegar antes a la cumbre de la marginación social. Abrazar a Lou Reed como gurú significaba asumir una opción vital. Elegir un camino o más bien desechar algunos de los que no quieres seguir. Tampoco creo que tuviese muchas más opciones que esa.
Los discos de Lou Reed fueron llegando a mí a través de amigos y compañeros del colegio. Lou Reed Live me lo vendió Chisco porque estaba ya aburrido de él. Transformer lo escuché por primera vez en casa de Andy. Rock & Roll Animal –con el rótulo en la portada que anunciaba triunfalmente que era la versión íntegra con Heroin- y Lou Reed me los compré en una tienda de electrodomésticos que había debajo de la casa donde vivíamos entonces, en la calle Lorca. Pasé horas y horas intentando descifrar las letras de aquellas canciones, que nunca iban impresas en la funda interior del álbum. Hay que ser pánfilo para creer que, con un nivel de inglés básico, descifraría a un cantante de Nueva York que fraseaba como le daba la gana y pronunciaba a su antojo. Pero sus letras merecían el intento. Era obvio que me revelarían secretos como nadie más iba a hacerlo. La mayoría de ellos eran ciertos. Solo envejeciendo he conseguido entender de qué hablaba exactamente Lou Reed.
Yo empecé a escribir sobre música porque escuchaba a Lou Reed. No fue algo meditado, fue un mero acto surgido del más puro instinto. Empecé a escribir intentando que algo de lo que yo dijera pudiera parecerse a algo que pudiese haber pensado o escrito él. Jamás he llegado a tanto, claro. Hace unos días, leía una entrevista con Laurie Anderson, viuda de Lou Reed y deslumbrante creadora antes que cualquier otra cosa. En ella decía que Reed era básicamente un creador instintivo. Nunca escribía desde un plano intelectual. Era un tipo inteligente, pero dejaba que todo se filtrase a través del corazón y que hablaran los sentimientos. El instinto como motor. Las cosas siempre suceden por algún motivo. El instinto es la clave, la razón por la que estoy donde estoy. El impulso. La irrefrenable necesidad de buscar palabras para expresar lo inexplicable. Crear algo, tal como decía después Anderson sobre las motivaciones de su marido, que resultara bello, peligroso y verdadero.
Las cosas suceden por algún motivo pero no siempre tienen una explicación .A los 14 años elegí a Lou Reed para que fuera mi maestro, una referencia, la voz que escuchar, alguien a quien intentar parecerse. Fue el rasero a través del cual medir el mundo que me rodeaba, el escudo y la coraza. La línea que conduce hacia el inevitable punto de fuga. La arrogancia, el estilo, el humor hiriente. La energía transformada en música. El vaso comunicante con otros seres imprescindibles como Andy Warhol y David Bowie. Alguien que vive dentro de mí y a quien echaré de menos mientras viva.