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Visiones y visitas / OPINIÓN

Sin papel

17/02/2020 - 

Igual que decretó en 2017 para sus relaciones con Les Corts, la Generalitat pretende suprimir de aquí a 2023 la celulosa para el pago de impuestos. Quiere decirse que nos exprimirá la faltriquera como ahora o más pero sin darnos papel ninguno; y que intenta vendernos un supuesto hito ecolojoide sin tener la más mínima certeza de que seguirá gobernando en aquel ignoto futuro. 

Esto último es, además, un ejemplo extraordinariamente ilustrativo de la gestión/sugestión que practica la cuadrilla del «botánico»; de la embustera prestidigitación, de la burda falacia, de la sofistería que cristaliza en todos los cocimientos bolchevoprogres. Es el infame “vamos a” que suelen anteponer a los disparates para dar visos de algo a la inacción y a la pachorra. Es un espejismo y un timo; un señalar a lo indeterminado para despistarnos. Y la idea, en este caso, tiene su gancho: eliminar el papel para no perjudicar el medio ambiente; pero la mosca de que la verdadera intención es aumentar su margen de beneficio está detrás de muchas orejas. 

Parece que tratan de rebajar los gastos para subir los ingresos; de maximizar ganancias a base de impersonalizarnos digitalizándonos; de ahorrar en papel, de apercollarnos al trámite informático, de reducir el número de funcionarios; de hacer como el banco, que nos escamotea la correspondencia tangible y, cuando lo visitamos, nos acompaña muy cortésmente a la máquina para que nos atendamos nosotros mismos; y como el supermercado, que nos cobra las bolsas de plástico y pronto incorporará el carro computerizado para sacudirse los cajeros; y como la gasolinera, que ha sustituido el dependiente por unos guantes ultradesechables; y como el aparcamiento, el tren, el autobús, el metro, la comida rápida y la ropa deportiva. 

El autoservicio es la jugada maestra, el chilindrón del comercio contemporáneo. Y del poder. Nos ofimatizan para imponernos una cultura de autopago, autoliquidación, automatismo, autoengaño y autodemencia. Anhelan, como los padres modernos, que seamos «autónomos»: así logran relajarse, agarrar la cotidiana tajadita de ocio, neutralizar el esplín y orear esa terrible sensación de parasitismo que les agobia.

Perderemos, con el papel, buena parte del respeto que nos deben. Y luego nos dirán que todo está en internet; que podemos abonar la gabela de turno igual que abonamos el viaje superfluo y el capricho amazónico. Será la burla final, el cachondeo supremo, la risa convulsiva que tendrán los cargos, carguitos y carguetes en sus despachotes viendo cómo nos autoadministramos; cómo transmutamos, en la redoma de nuestra fatiga, su trabajo en sinecura; cómo les pagamos el momio y las gambitas a media mañana, que vienen a ser, en la experiencia política de algunos, el primer despacho de la jornada.

Las diligencias burocráticas pasarán al reino fantasmagórico de los ceros y los unos, y nos arrastrarán con ellas; nos llevarán a la niebla y a la indefinición, a vagar como almas en pena por el bosque cibernético, a buscarnos la vida en la jungla electrónica. Visitaremos oficinas virtuales para obtener certificados ectoplasmáticos; nos convertiremos en ciudadanos de ultratumba, que proporcionan el mismo zumo de siempre o más pero no molestan; haremos cola en el PROP desde casa, y encima —santos inocentes, milana bonita, rascadurria de botella— agradeceremos la comodidad. Han visto, ayudados de su talento para el escaqueo, que nos pirra el nesting, que compramos, nos entretenemos y nos relacionamos a través de la pantalla, y se han apuntado a la fiesta. 

De modo que nos cobrarán la basura y nos robarán la herencia como nos brindan su amistad los aparecidos del Facebook: sin poner nada de su parte. Colgaremos del espinazo el serón derecho del país entero y el serón izquierdo del armatoste político, y nos alabarán lo magníficamente compensada que traemos la carga. Y nosotros, entretanto, a reír —sonrisa lunática y gingival—, a orinarnos las manos y a dar trigo a la milana. Conseguirán —están a punto de conseguirlo— que seamos nuestros propios cómitres; que boguemos a la vez que nos marcamos el ritmo. Nos erigirán alcabaleros de nosotros mismos, cerrarán el círculo, culminarán el proceso: el pueblo escupiéndose al rostro las iras, los descontentos y las frustraciones.

Nos quitan el papel y nos abren el portillo de la humillación máxima, del masoquismo tenebrario de precisar un expediente y tener que imprimirlo con el papel y la tinta de nuestras entretelas. Nos niegan el justificante de las exacciones. Nos dejan sin papel y es como dejarnos, tecnocráticamente hablando, con una mano delante y otra detrás; como envilecernos hasta el punto de negarnos la evidencia de nuestra postración. El papel acredita de una manera táctil, romántica, patriótica y abyecta nuestra condición de paganos, patrocinadores y benefactores, entre otras cosas, de la descentralización del Consell, de la itinerancia de sus reuniones por los municipios discriminados de Jávea, Moraira o Denia.

Arrebatarnos el papel es arrebatarnos el comprobante palpable que nos hace sentir engranajes del sistema. Sin papel nos desorientaremos, perderemos la conciencia de nuestro cometido y correremos el peligro de convertirnos en unos anarquistas de tomo y lomo. En 2023 tendrá lugar el paroxismo del aquelarre, la cumbre de nuestra miseria, el colmo de nuestro ludibrio: la retirada ignominiosa del papelorio administrativo. Pero no moveremos un músculo porque nos perderíamos la enésima entrega de Black mirror.

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