VALÈNCIA. El cine mexicano siempre ha tenido una estructura eminentemente patriarcal, pero en los últimos tiempos una nueva generación de mujeres parece dispuesta a tomar las riendas de sus propias historias a través de relatos que desafían el sistema.
Si hace dos años Roma, de Alfonso Cuarón representó a México en los Oscar, en la pasada edición fue una cinta mucho más humilde, La camarista, ópera prima de Lila Avilés, la elegida para la ocasión. Ahora, otra debutante, Fernanda Valadez estrena Sin señas particulares después de ganar varios galardones en Sundance y el premio a la Mejor película latinoamericana en el pasado Festival de San Sebastián.
Ambas son pequeñas, pero potentes historias de denuncia contadas a través de la mirada de una mujer y que intentan reflejar algunos aspectos incómodos por los que atraviesa la sociedad de un país en el que late la desigualdad, la pobreza y la violencia.
Sin señas particulares parte de un cortometraje previo que Fernanda Valadez dirigió en 2014 titulado 400 maletas. En él seguía a una mujer, Magdalena (Mercedes Hernández) que emprendía una travesía para saber qué le había ocurrido a su hijo, desaparecido cuando se disponía a cruzar la frontera con Estados Unidos. Ahora, ese mismo personaje comenzará un viaje de búsqueda, más largo y ambicioso, que nos adentrará en un territorio repleto de miseria, desolación y silencio en el que no hay leyes y en el que todo el mundo prefiere callar.
Magdalena se topará con toda una red de mentiras y ocultamientos a su alrededor cuando empiece su particular investigación, de manera que casi parece que nos adentremos en un thriller detectivesco de raíz político-social. No habrá ninguna prueba de que su hijo haya muerto, pero las autoridades prefieren dar el caso por cerrado, que se olvide el tema y que ella firme su autorización para confirmar que los restos se encuentran calcinados en una fosa común. Pero Magdalena no se dará por vencida, seguirá rastreando y siguiendo todo tipo pistas para conocer la verdad.
Por el camino encontrará a un joven que ha hecho el camino inverso, ha sido deportado de los Estados Unidos como inmigrante ilegal y se ha visto forzado a volver a su casa. Pero cuando llegue a México se dará cuenta de que todo ha cambiado, ya no reconoce el lugar donde nació, no sabe dónde están sus padres y el miedo pulula en el ambiente por culpa de grupos armados que siembran el terror a través de constantes masacres en las zonas más desfavorecidas para tomar el control.
La directora eligió Guajanato, el estado de donde ella misma es originaria, para filmar la película y radiografiar las transformaciones que han tenido lugar en él por culpa de la violencia, el tráfico de migrantes, el narcotráfico y las constantes desapariciones. Pero a Valadez no le interesa mostrar todo eso de manera explícita, no se trata de una película exhibicionista, ni enfática. Por el contrario, hay una cadencia humilde que la recorre de principio a fin.
En un primer momento, la película se centra en los rostros de los personajes, en Magdalena y en Miguel (David Illescas) para mostrarnos su vulnerabilidad dentro de un sistema obtuso y cerrado, y lo hace casi como si se tratara de un filme observacional.
Poco a poco nos iremos adentrando en sus respectivos trayectos de ida y vuelta y cada vez el árido y salvaje paisaje que les rodea cobrará más significado, de manera que su desolación los irá atrapando.
La tierra y el fuego se convertirán en elementos fundamentales y casi telúricos en medio de ese entorno rural de extrema pobreza en el que la vida vale muy poco, al mismo tiempo que la cadencia narrativa irá sumergiéndonos a través de su fuerza misteriosa y poética casi en un universo paralelo. Las imágenes absorben y conducen a un estado suspendido, a veces irreal, otras dolorosamente tangible.
Puede que la película hable de temas que se han tratado en otras ocasiones, pero la perspectiva y la sensibilidad que arroja la directora y la guionista Astrid Rondero, resulta única a la hora de hablar del trauma de la migración, de la miseria moral, de la juventud perdida, del desarraigo y la impotencia, de los sueños que no se cumplen y de las muertes que se producen por el camino desde una óptica distinta y profundamente humana en la que también hay espacio para solidaridad.