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LA CIUDAD Y SUS VICIOS

Singularidad y decadencia en el mercado de la Valvanera: los fragmentos entre bloques de la era Macosa

Fiel a un tiempo fabril que ya pasó, el paisaje del mercado de la Valvanera emerge como una Valencia bien cierta donde se practica la resistencia

10/12/2016 - 

VALENCIA. Rosa María dice que tiene 59 años. También dice que desde poco después de nacer se vino al barrio, al calor del grupo de viviendas de Nuestra Señora de la Valvanera, una construcción obrera en honor a una virgen al parecer riojana. Dice además que desde entonces su mercado ha sido éste, uno de tamaño micro, uno singular como ninguno: el mercado de la Valvanera, la aparición repentina y casi casi invisible entre los alrededores de la calle Carteros, áreas donde la Creu Coberta y el Horno de Senabre se hacen tilín.

Volvamos a esta Valencia de periferias, la común, la extraviada, la que no recibe apenas atención, la mayoritaria al fin. Valvanera en una mañana fría de otoño de encumbra al kilómetro cero de la Valencia más real. Es allí donde Rosa María, apostada frente al puesto de aceitunas de Juan (“eh Juanillo”, grita al paso Trini, del puesto de dulces), rememora los momentos más gloriosos de este pequeño fuerte: “cuando los trabajadores de Macosa acababan la jornada aquí se abrían las puertas y era espectacular verles llegar, todo se llenaba de gente, entraban, las familias miraban por los balcones”. Una sensación de fortaleza hercúlea, con colmenas de viviendas sesenteras, cerradas entre sí mismo, unas puertas abriendo y cerrando el complejo. 

Tantos inmigrantes que llegaron a España desde la Castilla cercana, desde Murcia, desde Andalucía… construyeron en torno a este conjunto de paredes sus vidas. Y en pleno centro de cuatro bloques, un mercado privado, cuyos propietarios -hoy ancianos- vieron una buena inversión conjugada con la inmobiliaria. Luego llegarían los parques y los jardines, pero la verdadera plaza pública era el mercado que languidece gris, testigo final de una era de esplendor y aspiraciones, de tumulto y cara al viento. 

“Ponme unas de cuquillo. Y media de sevillanas. ¿Tienes rosquilletas? ¿Un cuarto? ¿De llavoretes?”, pide y pregunta Rosa María. 

El Mercado de la Valvanera, como si unas cuantas fincas tuvieran su propio superficie comercial. La manzana de pisos de la calle Carrícola y la plaza Santiago Suárez alberga, tal que un vientre, toda una nave de paradas, seis décadas impasibles al cambio. Los trabajadores de Macosa (Material y Construcciones S.A.) dejaron de llegar del curro, traídos por la industria pesada, por las locomotoras. Aquella Valencia fabril tiene un paisaje intenso en el barrio, vista desde los ojos actuales mirando cicatrices. La arquitectura, desfigurada, poco homogénea, arroja naves industriales hechas iglesias evangélicas, dulces chaletitos de casa baja y mazacotes de viviendas grisáceas.

“Media cuarta de olivas”, reclama ahora otro cliente. Qué epicentro del lenguaje al peso. “Y esas pequeñitas, picantes”. Juan vino hace tres años a Valvanera. Se puso a vender aceitunas. En su parada los cubos, llenos hasta los topes, son sus lineales. A Juan le surca una doble sensación entre el desencanto y la ambición. “Aquí la gente no arriesga. Se le podría dar un buen empujón, pero los propietarios de los puestos son ya muy mayores, les da igual, pero aquí hace falta un buen lavado de cara”. “Los martes y los viernes hay bullicio porque un mercado ambulante se pone en los laterales del mercado y atrae a mucha gente, si no fuera por esos días…”. “Los clientes se dan cuenta de que no es lo mismo esto que ir a un súper. Un día van a un súper y compran olivas pero notan que no les gustan y las acaban tirando”. Las olivas de Juanito resplandecen mientras arriba al frente unas viejas antenas parabólicas las miran, rasantes con un balcón desde el que cuelgan toallas. Por fin ha dejado de llover.

Nuestro pequeño Mercado de Bolhão. Ana, publicista, compra siempre en Valvanera. Es uno de los pocos rostros que baja de la setentena. A Ana le gusta comprar aquí la verdura, la fruta, el pescado y la carne. “Yo soy muy de barrio y compro los alimentos frescos en pequeño comercio, así que el Mercado de la Valbanera me permite ese tipo de compra con la ventaja de tener todos los puestos en pocos metros”. Sin pretenderlo le dale disparador un claim: “me aporta cariño y calidad. O cariño de calidad, no sé”. 

Cada pocos días Ana entra en el recinto como quien se mete furtivo en el interior de unos callejones de reverso desconocido. “Como está entre cuatro bloque, que lo convierten en una pequeña isla, este mercado no te lo encuentras, a este mercado vas. Tal vez por eso se esfuercen tanto en la atención. Cada cliente es un lujo”. Los nombres propios proliferan. “Todo el mundo te llama por su nombre y eso es algo que dice mucho.
En la pescadería están padre e hijo. Ellos saben que me gusta el atún y que no tengo miedo a cocinar cosas nuevas si me lo explican, claro. Y ellos siempre explican esas cosas. En la frutería la dependienta me elige el melón y siempre acierta”.

Trini, la de los dulces -también tiene un bar con su barra de mármol- cree que aquí lo que hace falta es… “propaganda”. Explíquese. “Los tenderos se van jubilando y hay paradas que ya no se van cubriendo. Se ha quedado atrasado, te vas a la calle Carteros y ya no saben dónde está este mercado, porque como no se ve fácilmente”. Ivar lleva una semana reemplazando un puesto de carnicero: “lo que vienen son yayos y como que no dejan rentabilidad para comprarte un Mercedes...”, sonríe.

Verónica, cocinera, viene a Valvanera a comprar el género para la comida que luego preparará en la agencia valenciana CuldeSac. “Compro productos frescos porque aquí tienes una trato personalizado. La atención recibida en ocasiones no es la adecuada tal vez por el volumen de clientela que deben atender”.

Las paradas forman angostos pasajes a sus espaldas. Todo luce gris a excepción del letrero de Naranjas Arabela (un diseño maestro al compararlo con la cartelería nueva), del rojizo carnívoro y de la tonalidad hortofrutícola. Algunas paradas están cerradas, detenidas en el tiempo. La mayoría abre ocasionalmente entre la semana. Las pescaderías martes y viernes, aprovechando el mercadillo ambulante y su tráfico. Otras parece que esperen sin éxito la llegada de sus tenderos. 

“Los puestos prácticamente se regalan, los propietarios, muy mayores, no quieren saber más. Es fácil ponerse uno por su cuenta. Otra cosa es querer venir y hacerse rico en dos días...”, desvela Juan sin dejar de despechar olivas.

Frente a la charcutería, mirando el mostrador, hay colocadas dos sillas de camping donde nadie se sienta. 

Abandonar la fortaleza, escapar del surco de la Valvanera, es imaginarse saliendo de otro tiempo. Del mismo modo significa pasar por la ciudad más cierta. También la sensación de asistir a un latido mercader casi heroico: pese a estar los alrededores atestados de supermercados, todo sigue igual entre los cuatro bloques, como si los trabajadores de Macosa estuvieran a punto de hacer su entrada. La resistencia. 

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